Vamos a conversar con el corazón en la mano. Vamos a proyectar a nuestros descendientes una expresión de deseo: que sean felices y que Dios los proteja.
Aferrarnos a la oración es justo y necesario, porque quizás es una única certeza, tener fe, conscientes de nuestra debilidad, de nuestra mínima y escuálida expresión humana, creaturas en libre albedrío, buscando aprender de esa lejana grandilocuencia magnífica y misericordiosa del Padre. Él, que nos creó a su imagen y semejanza.
¡Cuánta falta hace reconciliarse con la vida! Para bajar la cabeza con humildad y pedir perdón por los desaciertos, por nuestras malas decisiones y enmendar el rumbo, en el poco tiempo que reste, para lograr una mínima cuota de paz y felicidad.
Somos incongruentes seres, que pululamos por la naturaleza queriendo poseerla, sin asumir que somos una parte ínfima de ella, que estamos siendo los causantes de su enojo y que merecemos su repudio como especie, porque nos hemos farreado la oportunidad de mantener un paraíso, de compartir el pan, de multiplicar los peces, cuidar los ríos limpios y puros que nos entregó la cordillera.
Estamos en un momento de inflexión; sabemos que queda poco de lo que conocemos, que viene un tiempo diferente, que, seguramente, no podremos comunicarnos como hasta ahora. Talvez será como volver al chonchón, las velas y los braseros, para conversar en penumbras, proteger y memorizar libros que ya casi no existirán; asumir que tendremos que recomponer la vida a nivel de sobrevivencia; pensar en el agua apetecida, necesaria, fundamental y ajena, usurpada por la codicia.
Pensar que hemos llegado a habitar ciudades inhóspitas, donde cada quien se encierra en su propia cárcel. Desconfiamos, dudamos, creamos feudos para sobrevivir. Otros, buscan arrancar de terremotos imaginando que no les alcanzará el golpe de la historia, que podrán crear islas, comunidades autónomas. Pero cuando llegue la avalancha de los desplazados, no habrá propiedad privada, no habrá fronteras, no habrá capacidad de reaccionar y los que se creyeron jaguares, esos que creyeron ser mejores que los vecinos; que arriscaban la nariz ante el humilde; ésos se verán compungidos, desnudos en la plaza pública.
¿Cómo impulsar a nuestros propios patriarcas, a nuestros propios líderes desde el individualismo a la colaboración? ¿cuántos pasarán esa prueba? ¿cuántos quedarán en el camino?
Cuántos serán los que seguirán aferrados a sus mezquindades, a sus cosas, a esas cosas que los hundirán en las ciénagas del abandono, porque para poder colaborar hay que ir con el espíritu, con la voluntad de servicio, para entregar todo lo que se pueda dar; y recibir a cambio aquello que lo fortalezca y nos haga mejores personas, en el axioma de la colaboración. Hay muchos que quedarán en el camino, auto marginados por su propio egoísmo, por sus sentimientos de superioridad frente a los comunes y corrientes, aquellos que simplemente trabajan para compartir. Son palabras revolucionarias en un mundo donde el egoísmo exacerbado mueve las palancas de la codicia y de la usura.
Veamos si somos capaces de cambiar el giro de las cosas Y asombrarnos nuevamente. Porque existe reserva moral en los ojos de nuestros niños, aún no trastocados por el ambiente que entregan los padres formados en el egoísmo más puro. Rescatemos a nuestros nietos para un mundo fraterno.
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