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Detengan la barbarie.

Como un bien que a veces no atesoramos debidamente, la paz es esa capacidad de salir de nuestras casas, cada día con un nuevo afán, trabajando para pagar nuestros compromisos, para comprar en el mercado, para educar nuestros hijos, disfrutar de algún café de risas y sueños en algún recodo de amistad, y volver por la tarde al regazo con los seres queridos y encontrarlos vivos, alegres. Es la vida en paz, una situación de simplicidad que se parece al amor. Esa paz que anhelan muchos pueblos destrozados por la guerra y por quienes se estremece hoy la conciencia humana.

Es lo que le han arrebatado siquiera como un sueño, al pueblo palestino, a los miles de niños que han nacido y muerto en una pesadilla. Los palestinos aspiran, en justicia, a ser reconocidos y respetados como un Estado soberano, con una paz real, con dos Estados, Israel y Palestina, que puedan coexistir en un respeto mutuo, que erradique el odio, y donde el Derecho Internacional se respete. Pero, desgraciadamente, lo que está hoy sufriendo la civilidad de Oriente Medio, es un huracán de odios, sirenas y pulsos metálicos de misiles, en la dialéctica perversa de una guerra de exterminio.

Para entender la profundidad del dolor que sufren los civiles del Medio Oriente, he mirado mi ciudad, Valparaíso, con su colorido, con sus afanes cotidianos, con sus habitantes superando infortunios. Y me la imaginé, por un instante, ardiendo, con grandes columnas de humo, bombardeada su catedral, sus colegios, sin energía, sin agua, envuelta en una enorme catástrofe, con sus universidades y su puerto destruidos, con drones asesinando a hombres, mujeres y niños, por ser potenciales enemigos.

Cerré los ojos y me trasladé al horror de la franja de Gaza y sentí, estremecido, la dialéctica perversa de la guerras genocidas, sin respeto ni a templos, hospitales ni escuelas, en esa agresión impersonal de un juego de video, sin declaraciones diplomáticas previas, que implica el genocidio temprano, para que los pueblos tildados como enemigos, algún día, eventualmente, no puedan levantarse en armas y agredir a la potencia dominante.

Frente a nuestros ojos va transcurriendo este conflicto, con crueldad exacerbada, con asimetrías profundas. Gente común y corriente es masacrada, la instantánea comunicación nos va mostrando la escalada.

La guerra va asolando esperanzas, llega con sus vicios, sus mentiras de noblezas, con ira, con violaciones a niñas y mujeres, con ejecuciones sumarias, con torturas, con hambrunas colectivas, pestes y gigantescos desplazamientos de población. Los traficantes de armas y los mercenarios (sociedades anónimas que venden sus servicios de muerte) lucran de la logística bélica, si es necesario usar drogas para incentivar la barbarie, la disponen.

La guerra no es contra un enemigo uniformado, se desarrolla soterrada, sin una declaración formal, es una simple carnicería contra la población civil, donde todos pasan a ser peligrosos, con la lógica asesina de prevenir males mayores, los civiles somos un mero daño colateral. No valen los Convenios de Ginebra para los prisioneros de guerra, no habrá Corte Internacional de Justicia para los invasores, el Derecho se arrumba entre montañas de cadáveres, consecuencias de las maniobras de bombardeo y tierra arrasada. La guerra de hoy es peor que lo imaginable.

La guerra siempre ha estado movida por el lucro, por el control de los recursos estratégicos. Lo diferente hoy es que, cuando se luchaba contra un enemigo declarado, éste llevaba uniforme, se le distinguía de la civilidad, pero acá no, cualquier habitante con determinados rasgos étnicos, es peligroso y debe ser eliminado, por las dudas.


Ante la escalada de horror en medio Oriente y ante una inminente conflagración mundial, los pueblos, y especialmente los trabajadores de la cultura, debiéramos mantener una voz activa por la paz, ya que el Derecho Internacional es nuestra única protección frente a la ley de la selva imperante. Roguemos que no sea demasiado tarde.



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