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Doña Catalina, la pelirroja rebelde.

Con un revuelo especial despuntó el alba ese día viernes 13 de mayo en la Hacienda de Longotoma. La servidumbre murmuraba que, en la noche anterior, se había sentido el canto agorero de un tué tué y nadie dudaba que anunciaba mala suerte, que la parca andaba cerca.

Doña Catalina se había desvelado. Muy temprano, sus sirvientas la bañaron y cepillaron su cabellera roja, recogiéndola en un señorial moño que afirmaban con agujas de plata. Vistió pantalones y botas de montar y pidió al capataz preparar su cabalgadura, para recorrer, al amanecer la estancia. En la cocina se apuró ese día el desayuno. La leche hervida con chocolate y cáscaras de naranja impregnó de aromas, la mañana.

Cuando le servían el desayuno, Catalina abrió una carta. En ella se destacaba el lacre rojo con la marca de un anillo. Era el anuncio de visita del fraile Pedro, portador de un mensaje del Santo Oficio, quien llegaría a mediodía y, por eso, ella se preparaba para lucir su máxima belleza, para resistir lo que temía, sería una nueva embestida del clero en su contra.

Ordenó llenar las botellas de cristal con el mejor mosto de sus viñas. En la cocina se preocupó que las codornices estuviesen preparadas para agasajar a la visita. Se miró en un espejo y vio pasar por él las dos décadas de lucha que había tenido que llevar, para administrar la herencia que su padre, Don Gonzalo, le había dejado. Su pecado era ser mujer y no resignarse a una vida forzada en un claustro. Recordó las presiones que tuvo que soportar cuando desde el púlpito de las parroquias santiaguinas se comenzó a calumniar su honra. Mujer poderosa, de rancia estirpe, que mezclaba raíces germanas con la sangre indígena, agravado por el hecho de ser bella y autosuficiente, era una situación que abrumaba a los poderosos. Sabía que la mujer en la Colonia, no tenía derechos. Lo había sentido cuando debió aprender la lectura por interés propio, pues leer libros no correspondía al rol sumiso de la mujer. Pero, además, ella había sido heredera de una gran fortuna. Encomendera, mantenía una gran población nativa bajo sus órdenes. Ejercía el trabajo de administradora con el mismo arrojo que desplegaban los encomenderos varones, pero su actitud insolente impedía a la Iglesia de Santiago tomar la propiedad de sus tierras. La preferían enclaustrada en un convento para que su fabuloso patrimonio ingresara a las arcas clericales. No toleraba el Santo Oficio que ella, una mujer, violentara los preceptos instaurados y se negara reiteradamente a admitir subordinarse al clero.

Ese viernes, 13 de mayo, sería un encuentro especial con el fraile Pedro. Apuró a los sirvientes por la ordeña y aún no despuntaba el alba y ya la gran cocina se inflamaba de aromas; la ordeña se inició temprano, el desayuno oloroso, llenaba la casona patronal de aroma a chocolate con canela.

Luego de hacer su recorrido a caballo, Doña Catalina se preparó para dar la bienvenida al invitado. Su pelirroja y altiva belleza, culminaba en penetrantes ojos verdes que creaban una suerte de hipnosis en sus interlocutores, sobre todo si eran varones. Un traje negro realzando su busto permitía descubrir unas pecas insinuantes, imposibles de resistir. Doña Catalina se preparaba para responder cualquiera fuese el mensaje que le acercaba el fraile, porque sabía que más allá del hombre diplomático que llegaba, estaba toda la sórdida ambición del poder para usurpar lo suyo y allí ella jamás transaría.

A mediodía cuando llegó en su carruaje el fraile Pedro, sudando bajo su sotana, ella ordenó que lo acompañaran a la habitación dispuesta y que lo dejaran descansar y prepararse para el almuerzo.

Doña Catalina, tenía todo dispuesto y bajo control, el regalo que ofrecería a la Iglesia sería un gesto convincente a su juicio para lograr una paz en ese conflicto soterrado que mantenía con la jerarquía, desde el momento en que su padre, Don Gonzalo, había muerto cuando ella cumplía recién los dieciocho años. Fue entonces que la presión se vino sobre ella, pretendiendo declararla incapaz de administrar su herencia. Ella nunca aceptaría ser sometida a un claustro y desde esa juventud había decidido tomar las decisiones sin importar la curia ni la aristocracia criolla, de la cual ella formaba parte. Las mentiras se fueron encumbrando y, aunque al principio le dolieron, ella al final sentía que la envidia la acicalaba y le daba más bríos para dominar y nunca ser subyugada, menos por un hombre.

El fraile Pedro era un agustino que había tenido a cargo la construcción de la Iglesia en el corazón de Santiago. Ella había sido generosa en donaciones, pero nunca había logrado frenar el encono creciente en su contra. El rumor y la maledicencia iban generando mitos urbanos y por los adoquines de Santiago se comentaban leyendas siniestras de la mala mujer que apostataba de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

Más cómodo, después del largo viaje, Pedro se sirvió feliz la sangría que le ofreció como refresco la dueña de casa. Luego, en la mesa, toda la elegancia del poder se desplegó en los cubiertos y cristales, los platos iban desfilando y el vino grueso iba entonando el sabor de la conversación.

Resultaba de mala educación enturbiar esos placeres con la transmisión del mensaje que portaba. Pero, los postres y el bajativo, fueron ocasión propicia para entrar de lleno en el tema.

La Iglesia, empezó, siente que su conducta no es piadosa, Doña Catalina, y que constituye un ejemplo pernicioso para nuestra comunidad. Se considera que su soberbia se contrapone con los sagrados mandamientos, que Ud. debiera restringir sus roles actuales para asumir una vida de reflexión espiritual, integrándose a la vida en sociedad de la Capitanía General, de acuerdo a su estirpe aristocrática, dejando la gestión de sus tierras a nuestra congregación.

Doña Catalina, desplegando una sonrisa indescifrable, llenó la copa del fraile y mirándolo a los ojos, le preguntó ¿Cree usted, que yo podría ser feliz en la ciudad, abandonando la maravilla de trabajar mis tierras y ser libre en ellas, Don Pedro?

El cura se movió en el asiento y no pudo responder. Ella le sugirió enseguida una siesta y el fraile Pedro se dirigió a la habitación dispuesta para reposar el opíparo almuerzo y pensar cómo seguir esa conversación.

Doña Catalina se puso entonces a preparar el segundo acto de su estrategia. Preparar el regalo que debería llevar el Fraile Pedro a su congregación en Santiago, para demostrar su buena fe, su generosidad con la Iglesia, a condición que no insistieran en apropiarse de sus bienes, que defendería a ultranza.

A la hora de la oración, al caer la tarde, Doña Catalina pidió al Fraile hacer una homilía en la capilla de la casa patronal. En su finca ella tenía, como parte de su encomienda, a un grupo de indígenas músicos y les pidió que, para dar realce a esa oración que dirigiría el Fraile Pedro, tocaran una melodía en violín. Un clima de fervor cerró el crepúsculo y luego de un rosario, Doña Catalina y el Fraile Pedro, quedaron de nuevo en la sala, iluminados de candelabros de plata que daban mayor solemnidad al momento. Doña Catalina tocó la campanilla y los sirvientes entraron y dejaron en la sala una estatua de madera, de tamaño casi real, que representaba a Cristo en la tortura, con su corona de espinas y una mirada profunda de perdón a sus verdugos. A la luz de las velas la imagen brillaba con trazos de realismo. Doña Catalina le dice entonces al cura, Este es mi regalo para su Congregación, que sea una forma de sellar una nueva etapa en que la Iglesia entienda que ser mujer no obsta para que pueda dirigir mis asuntos terrenales como cualquier hombre, sin que por eso deje de ser devota de la Iglesia que Ud. representa, Don Pedro.

El fraile repasó las instrucciones perentorias que le habían dado en la jerarquía del Santo Oficio, debía emplazar con un ultimátum a Doña Catalina, amenazándola con la excomunión y las penas del infierno. Sin embargo, se sentía incapaz de emitir palabra, conmovido y seducido por esa altanera y segura mujer que hasta le hacía dudar de sus compromisos de celibato. Se inclinó agradecido ante su anfitriona, sin poder evitar, de paso, divisar las pecas que prologaban sus pechos. Agradeció la imagen del Cristo y pidió que se lo subieran al carruaje.

Cruzado de pensamientos que se resistía a aceptar, se despidió de Doña Catalina, quien lo acompañó caminando a su lado, hasta el parque florido donde aguardaba el cochero con los dos caballos listos para la travesía de retorno. Los ojos de Doña Catalina se habían asomado a su corazón y la duda lo remecía. El inquisidor que había en él, claudicaba y, frente a eso, se enfrascó en una angustiosa oración, que apenas podían apagar los cascos de los caballos, al trote.

Habían transcurrido dos horas, cuando, de pronto, la tierra tronó, todo se remecía, el cochero tuvo que evitar que los caballos se desbocaran, el temblor crecía y no se detenía nunca. Un pájaro tue-tue volvía a cantar y a lo lejos se divisaba Santiago ardiendo y en ruinas. La Iglesia de su congregación de los Agustinos totalmente destruida. Sintió la culpa, sintió que todo era un castigo a su debilidad, a su duda. A partir de allí, toda su furia y terror se canalizó a la mirada convincente de Doña Catalina, empezando, a partir de ese minuto a denigrar su memoria, contando desde el púlpito ominoso, de su profunda maldad, de esa perversidad al expulsar a Cristo de sus tierras, logrando él rescatarlo de las garras demoníacas de Doña Catalina, una impía que intentara seducirlo, una mujer desalmada que se negaba a asumir los preceptos de la Santa Madre Iglesia. El terremoto de esa noche, era una señal divina del enojo del Señor con esa fiera. La devoción al Cristo de Mayo se haría tradición para espantar esos demonios. El pecado se combate con fuerza purificadora.

La leyenda negra de la Quintrala había comenzado.


Caballero de la Rosa



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