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EL ROL DE LA PALABRA Y LA PALABRERÍA

¿Dónde están hoy los intelectuales? ¿Cómo quedaron perdidos los sueños de reformas sociales que se encendían en las universidades para formar al hombre nuevo? ¿Cómo se perdió el debate académico y científico?

Los intelectuales, esas personas que dedican sus energías principales al pensamiento científico y lúdico, a la creación de ideas, a las artes, a la crítica social y política, a la orientación prospectiva de la sociedad, han declinado con la implantación del modelo neoliberal y su influencia política hoy es mínima.

Noam Chomsky lingüista y ensayista norteamericano, definió a un intelectual como una persona que usa su cerebro. Todo el mundo usa su cerebro, por supuesto, pero, más allá de ese uso necesario para la supervivencia, hay actividades que se refieren a la opinión pública, a asuntos de interés general. “Yo no llamaría intelectual a alguien que traduce un manuscrito griego, porque hace un trabajo básicamente mecánico. El decaimiento de la palabra permite distinguir entre quienes la utilizan con respeto y coherencia y otros que la utilizan a su antojo, buscando en la palabrería impostar de intelectuales. Hay quizás pocos profesores que puedan llamarse verdaderamente intelectuales. Por otra parte, un trabajador del acero que es organizador sindical y se preocupa por los asuntos internacionales puede muy bien ser un intelectual. Es decir, la condición de intelectual no es el correlato de una profesión determinada”.

Este pensador ha reflexionado sobre el papel que cumplen los intelectuales cuando, en lugar de ejercer la crítica social y política, pasan a formar parte del gobierno de un país. Cita, como ejemplo, experiencias que se desarrollaron en distintas épocas en los Estados Unidos, entre ellas la administración de John Fitzgerald Kennedy, quien reunió a su alrededor a brillantes figuras del mundo cultural y artístico. En general, los resultados fueron negativos. Temerosos de equivocarse, cautivos de su prestigio, los cerebros más destacados de una nación, convertidos en funcionarios, demostraron una nociva rigidez.

Por su parte, Paul Johnson, escritor, historiador y periodista británico católico, escribía en enero de 2005, en el National Review sobre la decadencia y caída de la intelectualidad occidental y allí marcaba la falta de talento en los denominados intelectuales de hoy, que más bien son productos de marketing, envueltos en el celofán de la soberbia.

En nuestra realidad e historia reciente, podemos comprobar que aquellos líderes universitarios de los sesenta, que pintaban como líderes espirituales, críticos de su entorno, salvo contadas excepciones, se han ido pasmando.

El sentido mercantilista sustituyó el sentido principista de la cátedra universitaria y el pragmatismo recomendó archivar la crítica, para así poder ser elegible en los fondos concursables, mirando el negocio antes que la función social histórica, la de ser voz crítica y prospectiva de la sociedad.

El decaimiento de la palabra permite distinguir entre quienes la utilizan con respeto y coherencia y otros que la utilizan a su antojo, buscando en la palabrería, impostar de intelectuales. Este deterioro de la calidad de los que deberían iluminar caminos se ha producido, precisamente, en la medida que se fueron encandilando con el tener y dejaron de lado el ser. Los parámetros de éxito en la sociedad de consumo indican que hay que posicionar un nombre que atraiga el dinero.

En las elites académicas se abandonó el debate. Durante la dictadura militar, el miedo caló hondo y muchos de los que hoy detentan la dirección de casas de estudios, se enclaustraron, literalmente, en sus cúpulas de cristal para que no los alcanzara el ojo censor del poder y, así, trataron de flotar y transitar sin magulladuras el período represivo. Se debe recordar que al inicio del proceso militar la represión “había limpiado”la academia de pensadores marxistas o reformistas, quedando, a partir de allí, la obsecuencia instalada en las conciencias. Sin embargo, esta situación, que se podría entender como cuestión de sobrevivencia, fruto del miedo enquistado en la sociedad, no terminó con la aparente recuperación democrática, sino que, simplemente, se profundizó con nuevas coordenadas.

Los académicos perdieron la brújula, comenzaron a competir entre ellos por fondos concursables, entraron sin mínima autocrítica en un sistema universitario, cooptado por el lucro, que fue degradando la función investigadora de las casas de estudios. El sentido mercantilista, significó adherir a la codicia ambiental, sustituyendo el sentido principista de la cátedra universitaria. Finalmente, el pragmatismo servil, justificó el abandono de la ética y archivó la sana crítica, cayendo en la corrupción de priorizar el negocio, en vez de cumplir con el rol social de ser voz crítica y prospectiva de la sociedad.

La falta de planteamientos de las universidades frente al acontecer de la sociedad, refleja la deshumanización de la élite que ha provocado este fenómeno de cosificación de la misión universitaria. Mantener cátedra universitaria dejó de ser un honor, que premiaba el pensamiento y la austeridad, y comenzó, cada vez más, a convertirse en un asunto de negocios. Los pensadores, los doctrinarios, los que aportaban visiones más allá del bosque, quedaron reducidos a una mínima cohorte, marginada del poder, envejeciendo sin que surgiera una generación intelectual de recambio, quedando en evidencia, el abandono la función principal de la universidad, ser cuna de ideas y de conocimiento.

En la dinámica actual, el debate se ha dejado de lado. Hasta las denominadas universidades tradicionales sucumbieron al afán de lucro. Se teme al disenso fecundo. Se busca liderar con un buen producto y un buen mercadeo, sin cruzar ideas, temiendo al emplazamiento, eludiendo metódicamente cualquier planteamiento categórico. La crítica política no surge de las aulas universitarias, la cuestión regional o comunal no figura en sus planteamientos, y todo eso impacta en los educandos, que reciben una formación feble, paupérrima de valores, que no busca promover personas libres, sino que castra por omisión, el real espíritu democrático, la libertad de descubrir e imaginar, la libertad de poner en la agenda sus propias ideas de sociedad, sin temor a equivocarse.

Por eso, una labor titánica para las futuras generaciones será rescatar la palabra y erradicar la palabrería.



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