En tu pelo, la huella de la harina, te hace más bella. Es una tarde invernal. La calabaza verde nos regala la pulpa imprescindible, la harina como la nieve va acunando al zapallo y comienza el idilio, la comunión, el rigor que da calor, que va gestando la masa esponjosa, aderezada con la manteca hirviente, la levadura.
En medio de latas, entonando la batucada del cielo, algún trueno curioso se asoma. La masa vapuleada reposa y se entibia en el reiki mágico de las manos amadas.
Luego, el uslero tiende la masa como alfombra olorosa, para que vayan surgiendo, como lunas llenas, las prometedoras compañeras de la lluvia.
Ya el aceite hierve, algún relámpago queda ignorado por el sortilegio de la cocina. Van cayendo las redondas sopaipillas hasta salir bronceadas, olorosas, apilándose mientras la tetera suena convocando a cebar mate, a la ceremonia de escuchar en los inviernos, relatos milenarios.
Las constelaciones se rinden al embrujo y en torno a la mesa de madera se convocan las generaciones para el culto a la vida, frente a un invierno conmovido que se va retirando.
El aroma de las sopaipillas sumergidas en el almíbar de chancaca, anuncia el penúltimo manjar de los dioses.
El último será escuchar ese nuevo cuento que nace de las cocinas blanqueadas de harina y de sueños, en los días de lluvia.
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