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Foto del escritorentre parentesis

Ocho días, del libro Relatos en el espejo, de Milo López

Cuando llegaba al trabajo todos los días, caminaba por una calle larga, llena de edificios de paredes de vidrio ahumado, hasta que llegaba a su destino y entraba en la edificación que lo albergaba durante el día. Responsabilidades y trabajo desde las ocho treinta de la mañana.

El primer día, el hombre sintió un cosquilleo en la nariz, y se dijo que quizás estaba un poco resfriado; al salir de su trabajo bajó en el ascensor como era su costumbre, y caminó por la cuadra larga para iniciar el trayecto de regreso a su casa. Era una tarde brillante, aunque algo fría, y estornudó tan solo después de dar algunos pasos.

No tenía un pañuelo en el bolsillo del pantalón, así que miró dónde comprar unos; notó que había un pequeño puesto ambulante, donde una mujer menuda ofrecía distintos productos para comprar al paso.

Al acercarse ella levantó la vista hacia él; era un rostro de facciones cansadas y arrugadas, pero que exhibía amabilidad y buena voluntad. Deslizó las monedas en sus manos y se alejó tras un asentimiento en señal de despedida, pero cuando había dado un paso o dos, un movimiento llamó su atención y volteó a ver. El rostro de la mujer, curtido de años de esfuerzo, se iluminó al ver llegar junto a ella a una pequeña niña, quien la saludaba rebosante de la alegría y fuerza de la juventud. Cargaba una mochila desgastada, y el uniforme de la escuela parecía algo deslucido, como si no fuera reciente su uso ni total su cuidado pese al esfuerzo evidente por mantener la limpieza; sin saber de la mirada casualmente intrusa de un desconocido, la mujer y la niña se sonrieron en una íntima complicidad, al tiempo que la pequeña abría un camafeo que pendía de su pecho. Una foto de ambas para tener siempre cerca del corazón.

El segundo día, el hombre recordó la escena y al salir del trabajo se acercó al pequeño puesto en la vereda; la mujer no se percató de su presencia, concentrada en ayudar a la pequeña con sus tareas escolares. A pesar de estar en plena calle, lo que existía en ese diminuto espacio era un micro universo propio, un lugar para compartir de la forma que fuera posible.

El tercer día, el hombre pensó en que podría ayudar de alguna forma a ese núcleo familiar. Habló con sus compañeros de trabajo y acordó con ellos comprar al día siguiente una mochila nueva y útiles para la escuela; no a forma de limosna, sino como un medio de valorar ese esfuerzo y ayudarlas a seguir.

El tercer día llovió. Intensamente y de forma continua las paredes y cristales de los edificios se tiñeron de agua, y el hombre no vio a la mujer cuando salió del trabajo, entendiendo que había recogido sus cosas, e ido a refugiarse de la inclemencia.

El cuarto día no llovió, aunque el frío y las nubes oscuras no abandonaron en momento alguno el cielo de la ciudad; el hombre salió del trabajo con la bolsa con el obsequio, pero la mujer no estaba.

El quinto día la mujer tampoco estuvo, y el hombre dejó el obsequio en su lugar de trabajo, a la espera de volverla a ver.

El sexto día, aún sin verla en el que era su lugar de siempre, el hombre se preguntó cuál sería su nombre, y se dijo que debería preguntárselo, que el regalo para la pequeña no debía ser solo un hecho, sino también un nexo.

El séptimo día las nubes clarearon en el cielo, pero no dejaron salir el sol, y el hombre nuevamente no la vio al salir después de terminar su jornada.

El octavo día el sol brilló; como una forma de oponerse a la oscuridad que antes lo había eclipsado, inundó de dorado todos los rincones, y llenó de tibieza el suelo, y de brillo los cristales.

Y al salir de su trabajo, a la distancia la vio, y el hombre regresó contento al edificio para tomar el obsequio, contento de al fin verla para poder concretar su objetivo. Alegre como el día, con el regalo entre las manos llegó al fin hasta ella, pero al verla comprendió que la luz y la tibieza no podrían calentar su corazón; con el rostro surcado de lágrimas secas como marcar indelebles, la mujer levantó una mirada vacía hacia él, enseñando entre sus manos un camafeo solitario, que nunca más volvería a agitarse bajo el latido fuerte del pecho de una vigorosa niña.

El octavo día iluminó el sol, pero nunca volvió a brillar.



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