Los ravioles de la MÍA MAMI Don Satula
- entre parentesis
- 5 jul 2021
- 2 Min. de lectura
¡Palidezco al recordar!
Una caña de dimensiones bíblicas de día domingo; y mi mami, mi santa mami, prepara ravioles ¿Ustedes los han probado, cierto?
Secos. Ricos, pero secos. Y nunca, pero nunca, para un domingo con caña.
Eso para mí se llama venganza. De todo lo hecho. Y también, por qué no decirlo, de todo lo que podría hacer en el futuro.
Se estaba cobrando, ahora entiendo, el mortuorio dolor del parto, luego, el mal comportamiento en la escuela, el escupitajo en la cara a mi hermana, el fumar a los cero años, las primeras borracheras, el usar su casa como motel. Entre más. Y todo, todo estaba reflejado en esos ravioles, sin embargo, lo peor, sí, lo peor y siniestro era su sonrisa. Tan dulce, ella, al llamar a la mesa, tan dulce al servir su plato, mas sus ojos tenían esa chispa que da el histórico Eureka o el coloquial “aquí me las pagas todas”.
Pero por lo más sagrado, qué podía alegar yo. Mi mente estaba nublada con el recuerdo del toxibidón y del ron y la hierba y las líneas que dividen la realidad, todo eso, no me permitía acotar ni una sola palabra.
Ella, con los rayos de sol en su espalda, se sentó. No a mi lado como solía hacerlo, sino de frente. Bebió su jugo e inquirió: “coma hijo, están buenos. Preparé la receta tal cual como a tu padre le gustaba”.
¡Peor, peor, peor ¡su desquite iba a la medula. Mami solo sonreía y sonreía.
Comí. Ahí su cara reflejó un gesto de triunfo, tan profundo que millones de almas felices se rieron en ella.
Probé la comida y el vómito subió tan rápido, tan rápido que no alcancé a llegar al baño. Lo solté frente a ella.
Su indiferencia marchitó todas las plantas del planeta, para luego reír a carcajadas y apuntarme desde la mesa. Su risa, cada vez más fuerte se fue transformando en gritos, acompañados de una macabra danza.
Y yo, arcada tras arcada y tinto añejo y ravioles y dolor de cabeza y tercianas. Temblaba como romancero gitano. Sentí la rotación de la tierra y el caminar de las hormigas y el susurro del Lestalt al matar. Me desmayé.
Al despertar, sin saber cuánto duró todo aquello y las paredes aún girando a mi alrededor, la vi a ella parada en el umbral de la puerta mirándome apaciblemente, mientras sostenía un vaso con agua y un yastá : “Beba, hijo mío”, dijo. “Mañana debe trabajar”. Temblorosamente y con recelo cogí el vaso y la pastilla y pensé: en el fondo es una dulce mujer.

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