Reseña Biográfica
Paola Reyes Cea, psicóloga y narradora. Oriunda de Nacimiento actualmente avecindada en Lebu, desde hace dos décadas. Es socia del Club de Amigos de la Biblioteca de Lebu y del taller Literario Esquinas de un Círculo. Sus relatos de su diario vivir, publicados en las redes sociales, derrochan ingenio y chispa. Se desempeña profesionalmente en el área de la salud en la ciudad de Lebu.
La Estructura de una Casa
Después de veintiocho años de matrimonio, ha pasado un mes desde que se quedaron solos. Tuvieron dos hijos, el mayor nombrado como el padre, Héctor; la menor tal como la madre, María Isabella.
El hijo se fue de viaje por Asia, pero mantiene contacto a diario con su madre, envía mensajes y fotografías por whatsapp. Durante las tardes, ella insiste en mostrar animosamente las imágenes del antiguo Siam a su marido, él las mira desinteresado y responde ¬¬—Otra vez no está en la foto, se cree corresponsal del National Geographic.
María Isabella, la pequeña, decidió ir a vivir con Macarena, ambas “ingenieras en qué se yo” según el padre, que reservó cualquier comentario que pudiera resultar elogioso y no les bendijo de ninguna forma. La madre, por el contrario, intentó que su hija tuviera todo tipo de razones para volver de vez en cuando; conversó con ambas jóvenes y les entregó en estricto secreto el dinero que había ahorrado para lo que hoy sabía era una imposible boda, al menos no una en la iglesia con el padre Santos; les sugirió que sería mejor que invirtieran en ese proyecto que trataron de explicarle, pero sinceramente no entendió.
Ambos hijos se fueron apenas se abrieron algunas cuarentenas en el verano del veintidós. Mientras se acercaban las fechas de partida, no hubo conflictos abiertos, guardaron la compostura, aunque el padre fue agriando sus gestos, a diario dejaba escapar un rezongo, que el resto de la familia acordó en silencio, escuchar y no contestar.
Durante los años compartidos, cultivaron el respeto y la paciencia hacia el padre. Pero si se les escuchaba con atención, francamente era impotencia y desgano por emprender cualquier discusión que estaba previamente sentenciada por él.
La pareja aún vive en la casa que Héctor compró el año dos mil. María Isabella quería una casa con patio, para tener perros, pero ya estaba decidido: “No necesitamos los perros, ni el patio”. Ella insistió en otros reparos, el suelo del living tenía grietas, se observaba tierra en las hendiduras, además las ventanas eran muy pequeñas. Él se atribuyó algunas competencias técnicas que le permitieron revisar y determinar: “Estos son defectos del revestimiento, nada que afecte la estructura. Apenas compremos cambiaremos las ventanas.”
Al poco tiempo modernizaron la casa con grandes ventanas de aluminio y pisos de bambú “Mira mujer, todo fácil de limpiar, date con una piedra en el pecho por cómo quedó la casa”. Ella guardó silencio, no estaba de acuerdo con su esposo; primero, porque estaba convencida de que el problema del piso era mayor o más grave; segundo, porque Héctor se apropiaba de la compra, que hubiera sido imposible sin que ella pusiera a disposición la herencia de sus padres.
Efectuada la compra, remodelados los pisos; María Isabella se dedicó a habitarla con gracia. Cada mes ahorraba parte de su sueldo, porque la austeridad del marido no le permitía comprar los muebles que ella quería, tampoco vacaciones que no fueran en la casa de sus suegros, ni continuar con las mejoras en la propiedad familiar. Sufrió en silencio cada una de las restricciones impuestas por Héctor, hasta que un día decidió, en contra de cualquier opinión de su marido, adoptar un pequeño cachorro, que se sucedió un segundo y un tercero, pero ninguno logró hacerle la compañía que ella esperaba. Uno tras otro desaparecieron. Lloró cada vez que encontró el collar del perro perdido en medio del living, sin otro rastro que diera cuenta del animalito. Su intento de tener una explicación válida, fue pensar en la escasa simpatía que inicialmente sentía Héctor por las mascotas, pero a fuerza de buscar cariño, los perros le habían arrebatado carcajadas, siestas y paseos que cada cierto tiempo enternecían el carácter del hombre, lo que le permitió descansar sus pensamientos y dejar de atribuirle a su marido el extravío de los animalitos.
Cuando ya habían pasado varios años desde la gran remodelación, comenzó a notar la extensión de las grietas en el suelo del living. El maestro Cárdenas dijo que el reemplazo del piso sería inútil —la casa tiene una falla estructural, deben buscar un ingeniero experto.
Lejos del consejo, Héctor nuevamente decidió —esas rayas en el suelo no molestan a nadie— hizo una original e infalible mezcla de cementos con resinas y reparó el piso, hasta bromeó con el asunto, asegurando que el próximo relleno sería dorado, como la reparada cerámica japonesa Kintsugi. Su esposa nuevamente guardó silencio, tuvo el cuidado de alejar los muebles pesados de las zonas mayormente afectadas, prohibió a los entonces niños jugar en ese lugar o siquiera transitar por el living.
Mientras los años seguían sucediéndose, los defectos de la casa siguieron siendo una preocupación para la mujer, le provocaban cierta vergüenza con las visitas; pero para el marido no fueron más que un motivo de bromas.
Ahora que los hijos se fueron, María Isabella resolvió que tenía energías y ahorros suficientes para resolver el asunto pendiente. Inició el proceso enviando un mensaje de voz a sus hijos —otra vez su papá se niega a reparar las grietas, estoy cansada, llevo tantos años en esta casa y nunca logro que esté limpia, siempre hay polvo en esos hoyos, porque eso son ahora; yo no sé si estoy loca con la cuestión, pero juro que tienen mal olor, hago aseo, hasta esa cosa de incienso pongo, pero tampoco le gusta. Este arreglo lo haré sola con un contratista, se los digo porque sé que Héctor los llamará para acusarme, pero por favor apóyenme y díganle que tengo razón— el mensaje fue para ella como firmar un contrato. Avanzó silenciosamente con sus planes. Buscó una empresa y planificó metódicamente los gastos. Con el ingeniero contratista acordaron comenzar el lunes —como a las nueve de la mañana, don Juan, cuando Héctor mi marido, esté en la oficina, mire que si se entera antes es capaz de impedir que sigamos trabajando. Le pido que deje esto clavado en la puerta principal, no quiero que él entre hasta que todo esté terminado— le entregó un sobre con un mensaje, explicando que había decidido reparar los pisos, sin resinas ni cementos, que él no tendría que pagar nada, que estaba cansada del Kintsugi, que arrendó un airbnb en el centro y que le había empacado ropa para una semana.
Los trabajadores de don Juan comenzaron sacando los muebles al jardín, allí los dispusieron con cuidado de no maltratarlos, ni de exponerlos al sol, cubriéndolos con plásticos. Luego siguieron retirando el piso de bambú. Entre ellos comentaron con sorna que no servían ni para quemarlos, porque estaban cubiertos de resina. Siguieron taladrando la losa expuesta, lo que increíblemente se realizó con demasiada facilidad; el suelo comenzó a hundirse, rápidamente se convirtió en un fango negro viscoso y maloliente, al punto de que el olor era putrefacto y cadavérico. Los obreros se escaparon de inmediato, el contratista se quedó mirando estupefacto, luego de unos segundos reaccionó y se dispuso a tomar fotografías y a grabar un video para registrar cualquier cosa que entraba en contacto con el fango, porque la engullía tal como si fuera una arena movediza. Finalmente, devoró todo el suelo del living y del comedor. Asustadísimo salió del lugar, cerró la puerta y telefoneó a María Isabella.
Esa mañana ella estaba especialmente feliz en su trabajo. Comenzaba el fin de sus problemas, pensó “ya no habrán más defectos en el suelo de la casa”. Dejó sonar el teléfono un par de veces, contestaría cuando finalizara las tareas de la jornada. Finalmente contestó —don Juan ¿qué pasa?— el hombre contestó con voz temblorosa y apesadumbrada —no sabe nada señora Isabella, su marido volvió a su casa… intenté que no entrara, pero estaba como loco de tan enojado, se cayó, se lo tragó el fango… mejor venga, señora Isabella, es que ahora hay un gran hoyo lleno de barro en el living de su casa, lo siento, señora Isabella… su marido murió… están los bomberos tratando de sacar el cuerpo de don Héctor… seguro está muerto, el hoyo escupió su ropa.
María Isabella respiró profundamente. Al fin se habían resuelto los problemas de su casa.
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