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Foto del escritorJorge Etcheverry

A Santiago los boletos

El bus se ha demorado mucho más de las seis horas en que se supone que debe llegar a la capital. Más que por el reloj (que no tiene), lo sabe por la rigidez de sus huesos que funciona como un reloj perfectamente sincronizado, cuyo mecanismo es la artritis, cuya cuerda son las estaciones del año y la humedad, esta posición aquí en el bus por mucho rato, lo que después dificulta y hace doloroso el proceso del despliegue de los miembros. Es una noche oscura y algunos pasajeros roncan, otros cabecean. Algunos leen periódicos a la luz de las diminutas luces individuales, con un brillo apenas suficientemente para delinear líneas sutiles en la nube gris de humo de cigarrillo que irritan sus amígdalas permanentemente hinchadas, literalmente llenas de pus, y la hacen toser. La duración del viaje, la congestión, la falta de espacio—había sido necesario instalar asientos plegables de emergencia, como se les llama, para los pasajeros adicionales—y el asiento trasero que ella ocupa sobre una rueda, que responde con fidelidad a cada bache de la carretera, le provocan mareos, amenazan hacerle vaciar su estómago sensible, a pesar de las pastillas que se ha tomado. Su posición, mala para las articulaciones, forzada por la gran joroba de la rueda debajo del asiento, no le produce efectos que ya no conozca. Hay una larga costumbre de habitar en el mismo cuerpo (¿hay alguna otra posibilidad?), que mantiene las consideraciones anteriores al nivel de lo implícito, de lo no formulado en términos de pensamiento claro.


¿Cómo va a ser? Todo lo que viene de Santiago tiene importancia. El profe santiaguino del Instituto Comercial es un joven flaco, con bigote, que se pasea por la calle Aldunate los sábados por la mañana. No habla con nadie. Los periódicos de Santiago llegan con varios días de atraso, manteniendo la forma de su empaque, y son así de gruesos. La radio a veces transmite las noticias desde Santiago donde se juegan los partidos importantes de fútbol y donde vive el Presidente, parece por las fotos que es una ciudad de puros edificios, como los del centro del puerto pero más oscuros, como si fuera casi siempre de noche. Una pensaba cómo sería si un día una terminaba por ahí. Los hombres del puerto se van a las minas de cobre o a la Argentina, cruzan la Cordillera por el camino que va a San Juan. Las chiquillas se pasean por la calle Aldunate o se mudan a la Serena, o terminan yéndose a la Capital, con o sin trabajo, a vivir con parientes, amigos o conocidos, o hacerse prostitutas o empleadas domésticas, o a estudiar (unas cuantas). Pero nunca pensé que habría tanta pobreza. El bus sigue, proyectando sus luces sobre las casuchas más miserables, como que fueran diez mil ranchas como las del puerto aplastadas y asentadas, una junto a la otra, y peor aún porque aquí no hay tierra arcillosa, ni piedras, ni adobe, solo papel y tablas y palos y pura basura. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Unos se van, otros se quedan allá (menos de estos últimos): los viejos y los cabros chicos, los que no tienen todavía pies que los sostengan de veras y los que los han perdido.


Será la voluntad de Dios, como diría la mamá, incluso si Dios parece que no está haciendo nada bueno en estos días, el puro diablo es el que mete la cola en todo. En el amor y la comida, en los sueños y en los libros. Podemos ver los primeros edificios y letreros de neón. Las calles se llenan de gente y coches y un ruido ensordecedor entra por las ventanillas. Frente a nosotros se levanta una masa negra, pinchada por puntitos de luz (¿el Centro?). Pero el bus dobla por una calle lateral, pasa por debajo de un puente y al lado se ven casitas de un piso sin patio. Aparece un peladero con unos árboles sin hojas y algo así como una estatua en el medio, rodeado de pequeñas almacenes y casuchas. El bus entra en un terminal chico y los pasajeros ya están de pie, luchando con su equipaje de mano, poniéndose abrigos, y el bus se ilumina de repente, haciendo palpitar los ojos. Ella comienza a desplegar su cuerpo con cuidado mientras hurga en su bolso lleno de papeles y pinches, pañuelos y horquillas, busca las etiquetas para pedir como los otros las maletas y cajas y bolsas que yacen medio asfixiados en la panza de la máquina.


Llega a la casa de la señora y se queda parada con una maleta en la mano; no la suelta y le hace daño en el hombro pero no se le ocurre dejar la maleta en el suelo, y siente las gotas de sudor que le corren por las axilas. La hermana mayor, la casada con el contador que le gusta el trago, dice mientras cruza y descruza las piernas y fuma (frente a la mamá): "En Santiago una no sabe cómo vestirse" y el hermano mayor dice, "pero tal vez sepas cómo desvestirte” y todo el mundo se ríe. Ahora de pie frente a la puerta mientras el sudor gotea de sus axilas y puede sentir la irritación de la lana del suéter, recuerda el rostro de la hermana mayor y sus gestos mientras fumaba y el colorete en sus mejillas y la forma en que cruzó las piernas y de cómo dijo, soltando humo por la nariz, y con la cabeza inclinada hacia un lado, que una no sabe cómo vestirse, y ella sabe; después de todo, lleva varios meses viviendo en Santiago. Escucha al hermano mayor, se ríe con los demás.

Como diría el Flaco: "ya te estás pasando películas en la cabeza otra vez" porque para el Flaco, hay personas que se pasan cierto tipo de películas en la cabeza, y otras personas se pasan otro tipo de películas y esa es la diferencia. Hay películas buenas y malas, de mal gusto y esnob, y películas con mucha cebolla. Se escuchan gritos desde la casa y la voz aguda de una anciana quejumbrosa. Deja la maleta, se agacha con un crujido (interior) de huesos —el reumatismo—coge una piedra entre los escombros de la vereda y golpea la puerta. El estruendo en el interior continúa, y ella siente como que se encoge y desaparece, anulando su metro setenta, sus (grandes) pechos y sus grandes ojos oscuros (eso le han dicho y ella misma los ha visto en el espejo), como ojos de codorniz, como diría el Viejo: "Tengo nueve hijos que son como nueve codornices".


Y oye pasos arrastrándose desde adentro de la casa que adivina se parece un poco a la otra, la de donde viene: con techos altos, un pasillo largo y al final, el patio trasero, como los de la casa. Al Flaco le gusta, ¿qué es lo que les encuentra? Casas viejas, frías y con corrientes de aire como esta en la calle Chiloé, cuya puerta se abre y aparece un tipo viejón delgado, con lentes, vestido de oscuro, arrastrando los pies. Ella le dice: "Soy Jimena. Estoy segura de que doña Ana le debe haber hablado de mí". Aún inclinado, el hombre se ajusta las gafas y se toma su tiempo para responder: "Sí, sí, entre, mijita, entre" y después ella sigue al hombre como en un sueño, y ve a través de la primera puerta una habitación oscura, con un montón de muebles, varias camas, una mesita y algunas sillas. Sentado en uno de ellas, muy erguido, un joven bajito, delgado, moreno y feo lee en la penumbra, sin ceder al consuelo de apoyar los codos en la mesa, arquear la espalda o inclinar la cabeza, su imagen ofreciéndosele a ella como la de su propio destino estoico, el de ella viniendo aquí, a la Capital para hacer algo de sí misma, pero eso tiene que esperar. Ahora no podía desempacar, así que tuvo que esperar hasta la mañana. Despertó en la cama bañada en sudor con la voz menguante del vendedor de pescado, sus gritos disolviéndose en la niebla del sueño, el mismo que siempre pasaba por la casa del puerto a esa hora, y el lejano silbido del tren. Ella estuvo confundida por un momento, viendo el techo desconocido envuelto en sombras y escuchando agua correr en el patio. Se incorporó sobre un codo y empezó a pensar en lo que tenía que hacer: matricularse en la Universidad, pero eso parecía estar muy lejos por el momento, poner sus cosas en orden y lavarse. El Viejo solo se lava las manos y la cara, debido a su artritis, dice. ¿Qué hace con el olor? Nadie lo sabe. Nunca huele mal. No desayunaría con alguien que sabía que no se había lavado. Pero el Viejo no era como otras personas. Ahora que lo pienso, ni la mamá ni ninguno de los hermanos son como otra persona. Pero para parece que para todos algunas personas son realmente personas, es decir, puramente personas; son especiales, si no fuera así, ¿cómo se explicarían los matrimonios largos y el cuidado que se le da a los enfermos y a los viejos? La gente incluso se acostumbra a que sus padres se les metan a la cama, como a la Juana, pero a las finales, el instinto se impone: si la gente no hubiera tenido la menor idea de lo que estaba pasando, la cosa podría haber seguido, y ella a lo mejor no se abría arrancado con el Raúl.

Como si la vergüenza y el pecado aparecieran cuando lo saben las personas. Y la gente miente mucho, aparenta. Llegan tantos santiaguinos impecables, bien vestidos de traje pero con los bolsillos vacíos. De todos modos, a la gente acaba por no importarle nada.


Incluso parece que hay un cierto placer hasta en la mendicidad. Y la gente dice que se vuelven desvergonzados. Pero cuando mamá le preguntó a la Dominga si no tenía vergüenza, la finadita le dijo que los que dan son más vergonzosos, les da vergüenza a ellos, le dan algo para que se mande cambiar. O está ese viejo que se desabotonó el abrigo frente a la escuela—dijo la mamá– y le ofreció dulces a las niñas. La Juana estaba muy feliz con su cabro chico, aunque pocas veces veía al Raúl. Ella habló mucho de él y al final, resultó que no era nada más que un cabro de pelo crespo con labios gruesos. Y el chico salió malo como el papá y con el pelo crespo, después de todo es duro cuando eres una cabra como la Juana y los tipos te emborrachan la perdiz, te mienten, pero si llega a pasar algo es mejor trabajar, cuidar a la cría una sola y acostarse de vez en cuando, cuando hay necesidad y sin ningún compromiso, para no tener que aguantar golpizas, incluso borracheras, además de que a los fulanos, cuando se casan, les crece la guata, se ponen descuidados, sucios o deciden no trabajar nunca más.


Los pijes son los peores, los que más prometen y hablan más bonito, y si no me agarraron allá cuando era una cabra tonta, menos me van a agarrar aquí porque me las sé por libro, aunque por allá no se ven muchos libros si no es por los libros del Viejo, que dice con razón cuando otro viejo le discute, que ahí está, que lo vea en los libros, que los libros no se escriben para nada. Nadie puede negar que el Viejo sabe algunas cosas, aunque sobre todo sabe cómo arreglárselas para no trabajar. Pero hay que entenderlo, ¿porque, dice, para qué al final perder el día entero en un escritorio haciendo papeleo? Para eso uno no tiene que pasarse 10 años estudiando, y entre un salario miserable y lo que sea que surja de vez en cuando, lo improvisado, arreglando pianos o esto y aquello, no hay gran diferencia y el viejo lo pasaba mucho mejor. Incluso si los niños son los que pagan las cuentas después, pero los niños crecen lo mejor que pueden y quizás mejor que otros, porque han tenido que arreglárselas desde que eran bastante chicos. No en vano una se ha pasado el invierno sin abrigo, teniendo que lavar calcetines y ropa interior todas las noches para poder ir a la escuela al día siguiente. Otras ligerito se entregan a la prostitución. Otros siguen adelante o mueren. O tienes que estudiar, conseguir apuntes y cuadernos, sin dinero para comprar libros, sin poder invitar a nadie a la casa, y cuando pasan, casi te mueres de vergüenza hasta que te das cuenta de que cada uno en lo suyo. Bueno, todos esos cabros limpios y bien arreglados, las cabras con delantales almidonados, todos tenían sus propios problemas; además, nosotros mismos siempre fuimos impecables. Como digo, ellos también tienen sus problemas; algunos días no tienen suficiente para comer, no tienen zapatos y no pueden ir a la escuela, se desmayan de cansancio y los padres les dicen que no corran demasiado durante el recreo porque no hay para zapatos; escriben con puntas de lápiz, estudian con lámparas de parafina o velas o carbón-

Porque es por algo que una está en la Escuela Pública, en el Instituto Comercial, y los cabros más platudos tienen sus escuelas ahí abajo, en la parte buena de la ciudad. Aunque los alumnos de las Escuelas Públicas siempre obtienen mejores notas, no les vale de mucho, ya que ninguno puede ir a la Universidad y tienen que quedarse por ahí vegetando en las oficinas, en las tiendas, en los talleres, mientras los holgazanes aparecen de ven de vez en cuando para pasear por la calle Aldunate con los amigos que han hecho en la capital y ya no dicen ni "hola", pero quieren asegurarse de que una los note."Fulanito está en la Facultad de Ingeniería", dicen las viejas tontas, y no faltan cabras tontas para hacerles el juego a esos cabrones, para abrir las piernas y quedarse embarazadas, y los padres se callan, se quedan muy callados. ¿Qué van a hacer si son pobres y adónde van a ir? ¿A la policía? ¿Para que se les rían en la cara?}


Pero a las cabras parece que le gusta y si no fuera estudiante y mujer sería policía, un marinero de alguno que otro barco que todavía atraca en el puerto, un cabro de los cerros, cualquiera. Porque si por aquí una cabra empieza a maquillarse o a salir con amigos, siempre hay ojos ávidos mirando, y pronto se difunde la noticia y no pasa un año sin que la cabra sepa lo que le conviene y siempre ha sido. así y para qué preocuparse tanto, que las cosas no pueden mejorar, tampoco pueden empeorar, eso sería demasiado, aunque a veces parezca que las cosas están peor que nunca pero si lo piensas , la gente siempre ha tenido esta idea, los viejos viven en el pasado y los buenos tiempos eran mejores aunque yo era una cabra chica recuerdo buenos tiempos, CARE leche en polvo que te da diarrea o te hace vomitar, garbanzos, lentejas y porotos, y la fruta que veíamos de vez en cuando, y en la escuela ni sabíamos qué eran las piñas o las sandías, y solo veíamos carne de vez en cuando y en pedacitos. Hay que arreglárselas con lo que Dios provee, como dice la mamá, pero parece que Dios solo provee escasez.


Lo que sigue siendo cierto, por ejemplo, es que si compras huesos que casi cualquiera puede comprar y los hierves, el caldo que queda es más rico que casi cualquiera carne. Te tomas una taza o un plato y enseguida te da sueño, como cuando se hace un caldo de pejeperro que ya no aparece mucho en las orillas pero que a veces sale por las rocas, o en la orilla, pero muy lejos. Cuando era niño, el Huaso se alimentaba de los mariscos que recogía en las rocas y se comía uno o dos locos crudos y así se las arreglaba y ahora es un tipo enorme. Si no fuera por el mar, todos nos iríamos cuesta abajo, todos estaríamos fritos, pero nos llega crisis tras crisis. Los periódicos no se cansan nunca de anunciar crisis inflacionarias y pérdidas de cosechas porque granizó o porque llovió o porque no llovió, porque hizo demasiado calor o demasiado frío. Pero seguimos con todo, incluso con los terremotos que anuncian los cambios de presidentes, porque mi papá dice que todo este lado está hueco abajo y un día se va a derrumbar por completo, y mamá le dice: "Espero que sea pronto, viejo". , y el viejo se ríe.


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