Llegó a los restos de un bote varado hace tiempo-las tablas medio petrificadas por la sal, la quilla medio cubierta de algas y moluscos, las bordas blanqueadas por la misma sal y los excrementos de las aves marinas. Dobló hacia el interior, alejándose de la rompiente. Comenzó a atravesar las dunas. Al otro lado hay una casita negra, casi tapada por unos roqueríos, que desprenden un olor punzante, ya que seguramente sirven de excusado a bañistas, pescadores o simples caminantes o lugareños. Llama a la puerta con su bastón: toc-toc. Un bastón cubierto de insignias y calcomanías de hoteles y líneas aéreas, recuerdo de sus viajes a Europa. Ahora, en el nuevo Chile, todo el mundo puede ir a Europa, y es posible que un bastón así no despierte más que un interés mediano. Una mujer vieja con una larga y ensortijada melena casi blanca le sale a abrir. No lo saluda. Lo hace entrar con familiaridad. Él le pregunta “¿Tendría un poco de esa hierba de la que le hablaba el otro día?, y que cuelga en un manojito parduzco del techo “Creo que lo único que me queda es eso poco que está ahí. Ese monte es caro, difícil de encontrar. Ya no queda mucho”. Eso es cierto. Antes, unos años antes, la comarca era más húmeda, de una humedad dulce, no salada. Los alrededores eran más verdes. Crecían los juncos y las liebres saltaban entre las ruinas de adobe del Pueblo Viejo. Que ya no existe. La poca gente que había ya se ha ido. El desierto se está corriendo apurado hacia el sur auxiliado por la falta de lluvia, que por otra parte cuando llegaba a caer, iba lavando al mar la poca tierra fértil que quedaba. Esa crucífera supo crecer antes en todos los huecos húmedos entre las rocas. Ahora se la encuentra sólo cerca de las fuentes termales y de los arroyuelos bajos, de poco caudal y tibios. Por eso que es escasa y cara. La vieja saca del ramito y le muestra unas hojitas secas y gruesas cuyo matiz original sería como la menta y que es una de las numerosas variedades del verde claro de la vegetación de esta región más hacia las montañas. Incluso seca, su aroma picante y agridulce llega a las narices del curandero. Él le pregunta el precio, ella hace un ademán con la mano y se encoje de hombros: son viejos conocidos, no le va a estar cobrando. Ella es la vieja Sara, también curandera, yerbatera, que hace sahumerios y ve la suerte. Para la gente de los cerros, y los pescadores y los niños que la siguen ella es bruja., aunque muchos visitan su puesto en la feria de los domingos en el pueblo, que es en realidad una manta en el suelo cubierta de ramitos de hierba y trocitos de madera.
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buenísimo