Suspender las salidas al ritmo que se acrecientan las estadísticas en línea o por tele y disminuye el tráfico peatonal. Empezando a releer libros y a descubrir otros no leídos o descartados. Volver a la culinaria simple—sopaipillas—o más complicada, versiones de paellas. Ver películas de todo tipo, tiempo y lugar, entre ellas el “Diario de la guerra del cerdo”, basada en una profética novela de Bioy Casares, cuyo tema es el ataque contra los viejos, un poco de moda, porque en diversos círculos se insinúa que estamos de más, que debemos dejarles el lugar a los jóvenes. Mientras las calles, más y más vacías, la gente se nota—o me quizás me parece—tensa. Andar en bus, a veces el único pasajero, espaciar las salidas y caminar por la calle, cruzar a la otra vereda para evitar el contacto, dejar afuera del departamento si se puede la chaqueta, los zapatos, el bolso, el gorro que andábamos trayendo, para ponérselos la próxima vez que salgamos. Disfrutar como regalo inmerecido fugaces encuentros a distancia con la gente querida. Ver cómo se entrecruzan las teorías conspirativas desde las diversas trincheras—que entregan el consuelo y la esperanza de que nosotros podemos controlar a la naturaleza, mientras ella se nos ríe en la cara. Pero faltan los helicópteros, las patrullas, el conocido que me da las gracias por no saludarlo en un baño público— Ver a un tipo que fuma en la esquina de mi casa y que hacía lo mismo horas atrás en otro lugar a varios kilómetros. Ir a su encuentro y pedirle fuego como si nada y no darse por enterado de su sobresalto. No, esto tiene su gravedad pero no es lo mismo. Haber pasado el golpe del 73 en Chile y dos años aguantándome como si nada, haciendo la vida normal y esta otra situación límite, como diría Jaspers, no es una cosa para congratularse ni para pedir condecoraciones. Nos queda esperar que estas y otras situaciones parecidas no se hagan el pan de cada día de esta especie humana tan zarandeada pero que sigue aguantando y levantando cabeza.
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