La niña de la libreta no ha cambiado casi, no como yo, que me deterioro a ojos vistas. La he estado viendo por años, sentada en un café de los de por aquí. O en otro, o en terrazas al aire libre, en los meses de verano, las que abundan en esta ciudad que acoge a tanto turista. A veces está abstraída en su libreta, de esas que llaman un moleskin. A veces me tiende a reconocer, claro, ya que nos hemos visto tantas veces. Y digo “hemos” porque supongo que ella me tiene que haber visto aunque sea nada más que una fracción de las veces que yo la he visto a ella. De seguro me tiene que haber visto, me han dicho que tengo un físico bastante notorio, especialmente para el sexo femenino. “La recomendación viene de muy cerca”, me habría dicho mi madre, si leyera esto que estoy escribiendo, o los pensamientos que lo acompañan. Ella parecía a veces saber lo que yo pensaba cuando yo era chico. La niña de la libreta se ve casi igual, aunque el día que había empezado tan frio y gris ahora se ha puesto caliente como un horno. La libreta es distinta, me doy cuenta, cuando otra vez y medio a hurtadillas como siempre observo sus menores detalles desde una mesa vecina. Ahora es como una tableta negra de metal o plástico, que ella mira atentamente y en la que parece pulsar algo a veces con sus dedos largos, pálidos. Me da un vahído, tengo que ir al baño, me echo agua fría en la cara, me miro al espejo desde donde me mira un hombre viejo, arrugado, casi calvo.
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