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Foto del escritorJorge Etcheverry

Mantis

Aurelio Meneses viajó por el mundo, tuvo mujeres, fue tan exitoso en la vida adulta como había sido en la escuela. Para quienes lo conocimos, ese empuje y tenacidad, que casi no eran criollos—comentábamos—lo distinguía de nosotros, sus amigos y compañeros de andanzas, por lo menos hasta donde nos fuera posible seguirle el paso. Pensábamos que quizás fuera la influencia de doña Eulalia, la madre, de mejor familia que el marido, más socialmente exigente—y eso lo decimos ahora, con esa visión o perspectiva que parece que dan los años, que entre paréntesis no perdonan. Y no vamos a sacar a la palestra los trapitos íntimos de la susodicha, que Aurelio se amañó en uno de sus viajes a uno de los países más remotos y dejados de la mano de Dios, de esos que se llaman eufemísticamente el Mundo en Desarrollo. Creo que fue con una ONG y como voluntario. Como si no le bastara su doctorado nuevito y brillante, la práctica en que se metió de lleno ya desde comienzos de su vida profesional, mientras nosotros seguíamos con nuestras opacas vidas. “Mira, en lo que se va a ir a meter, yo ni muerto” alguno de nosotros dijo frente a unos tragos en la mesa del bar donde él y los de la barra seguimos de alguna manera siendo habitués, aunque él ya no estaba. Porque los hábitos echan raíces en la vida de las personas. Y la cosa empeoró cuando llegó de ese viaje con Laura, y se casó y todo. Ella era una lánguida mujer de físico eurasiano como se dice en las novelas antiguas, cimbreante como una pantera, pero a la vez con un aire como de fragilidad, al menos en mi primera impresión, que es la que vale. Murmuró con un castellano de acento indefinible, “Hola Ramón, hola Tabo, Auri me ha hablado tanto de ustedes” y un esbozo de sonrisa se dejó insinuar y una luz recóndita iluminó esos ojos grandes, rasgados, de color incierto, convirtiéndonos en cómplices de otra envidia inconfesada ante los éxitos de nuestro amigo, ahora en el terreno del tálamo nupcial. Pero ya entonces se podían advertir en él los signos de ese temprano agotamiento, que se estaba dejando esperar por otra parte—uno dijo—ya que no es sano entregarse de esa manera tan frenética al logro de éxitos, a la perfección y las realizaciones. Las fotos del matrimonio en la iglesia, al que por supuesto fuimos, aunque no somos creyentes, los muestran a ambos en las actitudes y atuendos propios de esas ceremonias, seguramente imposición de la señora, que siempre llevó las riendas de lo que pasaba en esa casa. La novia etérea casi, según Juancho, al que no por casualidad le decimos el poeta y que era el único aparte de Aurelio que a veces se destacaba un poco en nuestro corrillo, pero más bien por su tendencia al desorden vital, los vicios, como él los llamaba, “aunque si me lo permiten”, agregó, y eso fue consenso entre nosotros, “bastante deseable”. Y Aurelio moreno, más bien bajo, medio gordito, pero con aire medio distraído en la foto, como ausente, no tan vital como uno lo recuerda en general, quizás un anuncio, uno dijo, de esa paulatina debilidad que terminaría por llevarlo a la tumba. O como dice Pedrito Bacigalupo es que la mujer lo fue debilitando “¿no te has fijado lo ojos de hambrienta que tiene, y el cuerpecito ese, puras piernas, potito parado, cuello largo, brazos y piernas lo mismo, cinturita que te la voglio dire, Ramón, se nota que la languidez es de puro darle nomás, y pedirle al compadre, si me entiendes, eso es lo que lo está trayendo tan por las cuerdas”. “Pero Baci hablaba de puro picado nomás, porque no agarra ni una, y claro, con ese caracho”, me acuerdo que acotó delicadamente el poeta, antes de tomarse el último trago y apagar el pucho y quedarse mirando hacia adelante, distraído de repente como pensando en otra cosa, claro, como es poeta.

Y a todos nos gustaba la Laura, pero no teníamos mucha ocasión de verla porque a Aurelio desde que se compró esa casa grande y se fue a vivir con ella ya casi no lo veíamos. “Es natural que ahora necesiten la soledad, como las parejas nuevas, además de que Aurelio no se está sintiendo nada de bien, parece”. Es que como pasa en todos los círculos de amigos, siempre terminan volviéndose corrillos que hablan del único que ha logrado destacarse en algo, hacerse una vida, aparte claro de la política, el fútbol, por supuesto las mujeres y quizás a veces algo de cine y literatura, después de todo nos habíamos conocido en la Universidad. Pero el tema principal era él, el único triunfador, esa mujer tan extraña que había traído de quién sabe dónde y que nos traía a todos medio enamorados. Desde que se casó era más bien su ausencia la que presidía esos conciliábulos, y después y junto al su esperado deceso, fue la súbita desaparición del poeta, los primeros días atribuida a otra de sus relativamente frecuentes caídas al frasco. O a alguna aventura. Como romántico que era, siempre que estaba en una situación en el que hubiera mujeres, adoptaba su mejor pose baudelaireana, ponía los ojos un poco en blanco y mencionaba casualmente y con voz lúgubre la íntima relación que existía entre la poesía y la muerte, o algo parecido. Y naturalmente fue él quien se había tomado la representación del grupo, por así decirlo, frente a los padres de Aurelio en esas duras circunstancias, redactando y leyendo un breve panegírico en la ceremonia, y sobre todo con la viuda, a quien acompañaba, o trataba de hacerlo, en esos momentos difíciles, pese a su reserva y distancia. Pero el poeta había desaparecido del mapa hasta que me llamó a la oficina para que nos tomáramos un café y me sentí lleno de entusiasmo porque iba a ser el primero en enterarme de las circunstancias de esta nueva escapada de este único personaje más o menos interesante que le iba quedando a nuestro pequeño círculo. Estaba muy delgado, pálido, y con más cara de loco que nunca. Abstraído se llevaba la taza a los labios, de repente se fijaba en mí, como calibrando una distancia. Abruptamente me dijo primero que Laura se iba, y después que él estaba muy enfermo. Le estaba ayudando a ella a vender las propiedades, las cosas, a hacer los trámites de la pensión, la herencia, ya que su español no era muy fluido. En cuanto a él, también se tenía que ir. Adelantándose a mi expresión de asombro, esbozó una sonrisa amarga “no, no me voy con ella, aunque quizás sí, de alguna manera”, y se rió. Lo miré escandalizado, sopesando su flacura de ahora, tan distinta a su casi atlética robustez de hace unos días y que junto a su lustrosa melena negra y ensortijada lo hacía el Don Juan de nuestro grupo. Eso explicaba su acercamiento a la viuda, que ahora que me acordaba, siempre había fijado su mirada lánguida y quizás ávida en él, en las pocas ocasiones en que nos habíamos juntado con la pareja de recién casados antes de la reclusión que se había impuesto Aurelio. Pero esa reacción de las mujeres con el poeta uno ya la tomaba como algo natural, que pasaba con las meseras del café, nuestras parientes femeninas y amigas, considerando esto desde esta gordura calva, este cuello corto y estas manos regordetas de torso velludo, que justifican mis chaquetas de mangas un poquito más largas de lo debido. Le puse la mano sobre el antebrazo, que reposaba sobre la mesita del café y que se perdía dentro de la manga de la chaqueta “Pero hombre, ¿qué te pasó?” porque en realidad su palidez y flacura eran alarmantes. Él se sonrió levemente y me dijo “a lo mejor es el amor ¿no has leído nunca esas novelas en que los amantes languidecen, se consumen de amor?” Para variar, se estaba riendo un poco de mí y yo estaba sin palabras y no lo atajé cuando se levanto bruscamente y se alejó con paso vacilante. Anochecía, después de dar unas vueltas, fumando, decidí acercarme a la casa, mejor dicho mansión, de Aurelio, que ahora era de Laura, tomé un taxi, ya que la casa quedaba en las afueras. “Supe que se iba y en representación de nuestro grupo de amigos he decidido apersonarme para desearle un buen viaje”. O una tontera por el estilo, pero en realidad nervioso, lleno de una curiosidad malsana. Bajé del auto y pagué. Pero nunca toqué el timbre de la puerta de calle. Recortada contra la delgada cortina e iluminada por la luz interior del living se recortaba esa silueta de largos antebrazos, larguísimo cuello, los brazos unidos frente al pecho como si rezara, el estrechísimo talle, las largas piernas, esperando a la víctima que vendría ineluctablemente atraída para saciar esa hambre.




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