El pintor de los dulces de miel de abeja pinta bastante distinto a como (trato) de hacerlo yo. Es decir, es figurativo, hace paisajes, naturalezas muertas, retratos, ese tipo de cosas que a la postre representan lo que la gente en general considera bello o decorativo, así como prefiere la poesía sentimental y los cuentos entretenidos y claros. Pero cuando noté una de sus pinturas en una exposición a medias evento comunitario y a medias una actividad artística más per se—y no es que sea elitista, creo que la exquisita flor del arte, para brotar, tiene que hundir sus raíces en la tierra fértil de la comunidad—no pude menos de señalar en una nota, que era la segunda que hacía para un periódico de la ciudad, que si bien el convencional realismo de Robitaille estaba más o menos en la línea de la mayoría de las otras obras expuestas, a sus dos cuadros los distinguía una cierta vitalidad, esa luz límpida que inundaba las telas y venía seguramente de Nueva Orleans, la Luisiana, esas tierras adoptivas de Jean Laffite, de donde indudablemente procedía Robitaille, según las líneas de las tarjetas que mostraban sus datos al lado de cada pintura. En el diario publicaron mi nota. Pero se difundió el hecho de que el la exposición de la que daba cuenta no figuraban ni Robitaille ni sus pinturas. Para abreviar, fue la última nota que hice para ese diario, pude lograr que mi doctora que diera unos cinco minutos el día siguiente. Ella dudaba que yo estuviera tomando las píldoras, le aseguré que sí, aunque me abstuve de decirle que había reducido la dosis a la mitad para aminorar los efectos laterales. Por fin me atreví a darme una vuelta por la exposición, para cerciorarme. En la puerta me esperaba un afroamericano alto, envuelto en un abrigo largo y negro, con un paquete de dulces sostenido en lo que parecía un gancho enfundado en una vaina de cuero, mientras que con la otra sacaba se echaba en la boca pequeños dulces amarillos con un intenso olor a miel de abeja. “Gracias”, me dijo, “quería agradecerle por haberme mencionado en esa nota”. Y me tomó del brazo y recorrimos la exposición, donde afortunadamente nadie pareció reconocerme. Nos detuvimos frente a sus pinturas, y le corroboré en persona mi juicio anterior sobre las mismas. Después, nos hemos juntado en varias exposiciones en que exhibe otros cuadros tan prístinos como los primeros, caminamos y conversamos de arte, de pintura, o discutimos. Comemos dulces de miel de abeja, que produce de los vastos bolsillos de su anticuado abrigo negro y sostiene con su garfio enfundado en cuero. Nadie se fija en nosotros, sabemos que solo yo puedo ver sus pinturas y a lo mejor a él, pero no hacemos ninguna alharaca.
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