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Foto del escritorJorge Etcheverry

Mujeres extraterrestres en el café

Y claro, no podemos intentar poner esta situación en evidencia en los medios de comunicación. Nadie nos va a creer y en partes como el National Enquirer tienen material mucho más entretenido. Además, con lo poco que creo saber de las visitantes, las veo medio despelotadas en su proceder. Por eso, no estamos tan seguros de que a la postre su intervención en este determinado planeta vaya a tener éxito. Y si lo tuviera, no sería tan terrible tampoco: la posible modificación mayor o menor de nuestras características físicas y biológicas, sociales y culturales, tendría como compensación la salvación del ecosistema, qué te parece cholito, es decir del mundo, que lo más probable es que va a ser bastante mejor cuidado por quienes habrán de sucedernos. Y ojalá que sea luego, mientras quede algo que salvar. Porque pese a las aseveraciones más encarnizadas de quienes piensan en sentido contrario, especialmente los fanáticos religiosos, que a mi entender están bastante perdidos, los hombres son (somos) animales, y no es posible que como especie se nos pueda desviar, bloquear, convertir o alterar en nuestros instintos y tendencias naturales, por otra parte quizás ínsitas en nosotros como esos peces y reptiles que llevados al otro extremo del mundo, y puestos en tanques de agua de pared transparente, o en jaulas de vidrio o rejilla, en el caso de los segundos, se orientan y arreglan las partes de su cuerpo según la posición geográfica de la salida y puesta del sol en sus territorios y ámbitos originales. O como los lemmings, que se despeñan por desfiladeros escarpados para ir a dar contra las rocas de la rompiente y morir por millares. Yo mismo, y mis interlocutores, más o menos de la misma edad, pero casi opuestos en lo que respecta a su nuestra apariencia física, no podemos sustraernos a nuestros vicios o hábitos, a esta edad el cigarrillo y el alcohol, —en otros años cosas más inconfesables, y por supuesto muchos más placenteras—que prácticamente nos están acortando la vida con cada trago, cada chupada.

Mientras espiamos a las gemelas que atienden las mesas de la sección del boliche que está a un costado de la que ocupamos nosotros, y no es por azar que estamos donde estamos, si nos hubiéramos ubicado en la misma sección de ellas, quizás habríamos despertado sus sospechas, si como casi estoy seguro, poseen una especie de sexto sentido, como se dice en las novelas policiales malas. Uno de mis compañeros piensa que no se trata realmente de telepatía sino de una especie de intuición aguzada, como esa cosa que sentimos los seres humanos corrientes y molientes cuando de repente nos damos vuelta incómodos y sorprendemos a alguien que nos estaba mirando, a nuestras espaldas. Pero ya vienen llegando otros clientes ocasionales, que se sientan en las mesas cercanas, que no tienen la menor idea de la verdadera razón de que estemos sentados aquí hoy día yo y mis amigos. No la doctora, que no quiso venir y que cuando la llamé por teléfono seguramente pensó que se trataba de una artimaña mía para juntarme con ella y sonsacarle por anticipado algo de mi posible diagnóstico—ella es mi psiquíatra—. Pero entonces es que entran en mi radio visual las personas objeto de nuestro estudio, ambas mujeres, pequeñas, de edad indeterminada, de origen étnico impreciso, pero que ostentan una tez mate, casi dorada, y unos ojos grandes, amarillos, y cuyos movimientos tienen una voluptuosidad extraña para alguien de su reducido tamaño, porque en general la gente chica tiene movimientos rápidos, y creo estar seguro, mirando por el rabillo del ojo, que conversan, y que están mirando hacia nuestra mesa, aprovechando que amaina el flujo de la clientela.


Entonces tengo que concentrarme en la rutina, para que no vayan a telepatizarme o intuirme, y, como en el pasado he ido a algunas partes, no muchas, he hecho algunas cosas y obtenido cierto reconocimiento, aunque no muy universal que digamos, empiezo a jugar con esos compañeros de mesa, ya con varios tragos en el cuerpo, un juego en que actúo un papel más o menos en la onda del tango que dice “muchas glorias me dio el mundo al brindarme sus ofrendas, son tantas que las confundo”, y como tengo del año que me pidan, mis acompañantes me escuchan con aire de gato que mira para el escaparate de la carnicería.



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