Ella se desplaza enorme y grácil—ondean los helechos altos—el sol grande y joven seca instantáneamente la pátina húmeda de la selva interminable— las dinoplantas, helechos, araucarias, cipreses y pinos, magnolios—se despliegan ansiosas de luz y radiación mientras sus raíces absorben los minerales de la arcilla rojiza, del cieno verde—la constante evaporación, el brote de flores de pétalos gruesos enloquecen a bandadas de megainsectos que sorben sus zumos o caen presos en trampas multicolores y viscosas
Ella, la más ágil de su especie, desplaza a su paso ramas rotas, se hunden sus patas en diversos tipos de cieno. Diminutos seres volátiles entre aves y reptiles consumen sus parásitos, mantienen limpias sus escamas iridiscentes que brillan húmedas bajo un sol caliente. Inclina el largo cuello, ingiere flores y ramas, que bajan a medio masticar hacia el vasto estómago para que sus gastrolitos, pequeñas piedras que alguna vez tragó, completen su desmenuzamiento, su particularización
Sus huevos determinarán el futuro de su especie y de otras por venir—su cerebro sueña mientras intermitente duerme atravesando miasmas y manglares—viendo en mente un sol más frío un año más corto—una tierra pelada por la que discurren manadas frenéticas—pequeños bípedos que en el ocaso del planeta se lo comen todo bregan entre ellos—desaparecen y dejan una capa tenue de energía que vibra y rodea el planeta como una segunda atmósfera
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