Porque nuestro héroe, como todos los héroes románticos de todas las épocas, era de constitución más bien fina, y decimos más bien para no decir delgado, flaco de frentón, y si se quiere afeminado. Recordemos de paso las imágenes que desde las galerías y los libros, nos describen o dibujan no sólo aquellos personajes mitológicos como Don Juan en sus diversas versiones, sino a los pertenecientes a esa otra clase, los que vivieron y fueron de carne y hueso, como Espronceda, a quien podemos imaginar vagando con su capa negra al viento, los ojos profundamente sumidos en las orbitas, misteriosos y obscuros pero sin embargo tiernos, su melena indómita. Y esto sin olvidar figuras más nuestras, por ejemplo PréndezSaldías, o el Eugenio Gonzáles joven, que con el tiempo llegaría a ser rector de una renombrada casa de estudios. Como algunas de esas figuras, se vio desde la más tierna edad aquejado de males a las vías respiratorias, que se manifestaban en su caso particular—según el doctor Iglesias—en resfríos que a veces se arrastraban por meses.
No es descabellado suponer, opina el mismo Iglesias, que el joven viviera aquejado de alergias, que eran tomadas habitualmente por resfrío común. La abuela paterna hervía en esas ocasiones hojas de eucaliptos en una ollita. Ese árbol, originario de Australia, posee fuertes propiedades medicinales y se caracteriza porque su follaje no proyecta sombra. Los vastos salones de la casona estaban siempre pasados a eucaliptos en los cortos días y largas noches de invierno. Las tías abuelas habían decidido tener siempre la ollita con la infusión de yerbas sobre la estufa a parafina, para posibilitar el despeje de las vías respiratorias del niño.
Nuestro héroe ya manifestaba por ese entonces condiciones innatas que lo conducirían a las cumbres excelsas del placer, pero que serían a la vez la fuente de sus desgracias, dolores y posterior perdición—si puede llamarse perdición ese estado en que el sujeto ya no existe para sí mismo. Aunque en este punto debo manifestar mi desacuerdo con dicha opinión, que comparte el doctor Iglesias, ya que si bien en la alienación mental el individuo no es capaz de establecer una adecuada relación con el entorno, es aun el sujeto de sus dolores y exaltaciones, de su vida mental. Pienso que el positivismo un poco obsoleto de Iglesias lo hace retroceder con pavor ante toda manifestación de los aspectos más sombríos de la persona humana. Los ojos grises del niño, con reflejos pardos, orlados de pestañas oscuras tirando a desteñidas en las puntas, permanecían abiertos por largos momentos, fijos en un punto nebuloso. Al ser interpelado, el infante enfocaba esos ojos de pestañear lento, como si le costara enfocar al interlocutor, o como si en forma trabajosa y desganada consintiera en bajar de algún mundo equis—pero seguramente mejor que este— para acceder a la comunicación.
En años posteriores, este reflejo involuntario—que con el tiempo y siguiendo al periodo de auto examen que es la adolescencia—se haría voluntario, era una gran fuente de hembras: muchachas, señoras y mujeres en general, y acaso algunos hombres, no aquellos más hermosos o finos, generalmente y en forma similar a nuestro héroe envueltos en un opalino manto de egocentrismo, sino de otros más añosos y robustos, en que sería difícil que el observador pudiera vislumbrar la presencia de esa mácula: generales en retiro, gerentes de empresa y dignatarios de partidos del orden.
Mujeres y niñas brotaban y eran cosechadas como otras tantas flores, bañadas por un sol matinal, húmedas de rocío. Las incontables viejas de la parentela, vestidas de marrón o negro, abrían las bocas desdentadas o provistas de placas dentarias—pues la gente del país tiende a perder los dientes. Salinidad del suelo quizás—se maravillaban ante el fino cuello, casi muy largo en relación al tronco, los amplios rizos naturales en la nuca, alrededor de las orejas, que ondeaban el pelo de un color castaño con herméticos tonos rojizos, como un fuego semiapagado entrevisto en la noche, como una afamada poetisa surrealista sudamericana habría de comentar años más tarde, y con algunas hebras casi blancas, que según Iglesias recordaba pálidamente el cabello de la madre. Seguramente las parientes ancianas, de edad imprecisable—ya que pasada la cincuentena todas las mujeres tienden a parecerse—rememoraban sus años juveniles mirando al niño: volvían a cortijos y cotillones, paseos por la plaza y miradas a hurtadillas en la misa de once, mientras el muchacho crecía rápido y delgado en ese clima tibio y húmedo. Las señoras establecían en torno a él una férrea guardia, un cerco.
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