El sol todavía quema sobre los cerros. Seguramente el viejo seguirá recolectando trozos de fierro, cuero, conchas y rocas en la playa, fósiles y puntas de flecha en los montes. En el jardín florecerán por esta época los duraznos y los cerezos. La jarra para regar los lirios estará seguramente abandonada al lado de la acequia, cubriéndose de musgo, aportillada por la herrumbre. La micro del tío estará seguramente en el taller, en pana, mientras los cabros se suben arriba con los perros. La mamá sacará cuentas. Los papeles se amontonan sobre la mesa, salpicada un poco de grasa, un poco rayada por los años del cuchillo cortador de cebollas, zanahorias, pelador de papas. Interminables montones de cuentas. En otro lado las pocas platas "'Niños, récenle a tata Dios". Nosotros estaremos to¬davía con los tremendos ojos, mirando cada movimiento de la mami, gorda y potente, lenta en sus movimientos, de ojos chicos, creadora de la lluvia en los tiempos de sequía, creadora de los panes y la man-tequilla, comedores de lentejas, nosotros, los chicos, los hambrientos. Las chiquillas de faldas cortas y de agujeros en la suela de los zapatos y los cabros a pata pelada, con la cabeza rota por los peñazcazos dados y recibidos cada día, saltando las panderetas, robando damascos con un palo por encima de la muralla.
Las puertas de las casas se entreabrían por la tarde en el cerro y las cabras salían a ponerse todas pintadas. El Negro en lo alto de la calle se veía enorme, con el jopo engominado, sin moverse un ápice. Llegaba de abajo el ruido de la música desde la Harmonía, mientras los pentecostales cantaban en la iglesia y los perros ladraban. Caían las noches tibias y algo húmedas en el verano, algo hediondas a pescado, con las estrellas enormes como puños. Nosotros estábamos en cama desde las seis, en la noche comíamos cocho o cualquier cocido, o sémola cocida, o pan con té. Ahora nos duelen los huesos, como si los tuviéramos hechos con tiza, la misma de los pizarrones, que se quebraba con el dolor de nuestros dientes, y nos acordamos. Como si estuvieran hechos de cal o tierra de color. Las noches se estiraban afuera, nosotros acostados, procurando no hacer ruido, con los estómagos ansiosos y despiertos, o jugando a hacer fortines y trenes con las camas, calladitos, para que no apareciera la tía con la huasca de cuero trenzado.
Mientras el viejo solo en su taller trabajando con los fierros. Cuando chicos nos decía "sale cabro que me hacís sombra". Estuvo veinte años sin hablar y tenía una mujer en el bajo que tocaba piano mientras la mamá con sus ojos chicos, brillantes, cosía cuero sobre la mesa tembladora de la máquina y nosotros con los tremendos ojos mirando cómo el cuero se convertía en botines, carteras, chalas, mientras las sílabas altas, entonadas de la mamá se convertían en un hilar interminable de poesías, danzas, rondas, coros, himnos —casi todos los tengo en la cabeza—. Luego veríamos pasar al novio de María, la segunda de la bandada de codornices, como un fantasma pálido, de la pieza al baño, a la calle, al comedor, el único vestido con chaqueta, soportando la lengua rápida y los ojillos maliciosos del viejo que no hablaba nunca, lleno de historias. Alguna pasaba entonces con un estropajo y un balde con cera y parafina, mientras las tías conversaban en la cocina luego de los interminables desayunos.
Los pentecostales bajaban por los cerros, vestidos de negro. Las mujeres no podían usar adornos ni pintura y se juntaban en una casa de más arriba a cantar. Los he visto a veces cuando voy en tren que pasan cantando por el campo. Cantan en Lira los sábados por la tarde y cantan por radio "al hedmano que me edta edcuchando que edta en fedmito que pondga la mano sobde la dadio". Porque hablan lenguas y bailan y cuando éramos chicas íbamos a los pentecostales a cantar y nos hacían cantar hasta que iba algún hermano o la mamá a buscarnos. Parados en las esquinas del cerro La Cruz, bajando por Alcalde. Cantando en la plaza, frente al cuartel de bomberos. Yendo a la playa las familias completas vestidos de negro arriendan micros para ir a Totoralillo, Las Tacas.
El viejo sueña boca arriba, roncando, envuelto en frazadas y la viejadespierta temprano, con las primeras luces del alba. Se queda un rato escuchando los pájaros, viendo salir el sol, como en un presentimiento,mientras el viejo sueña con el palacio nunca terminado del indio Naranjo, en algún sitio del desierto, cerca de Copiapó, y la visión repentina de las paredes a medio terminar y las terrazas, el inusitado lujo del mármol y la desolación. El cabro, de siete años sacó un poco de claridad en los ojos, una cosa reconcentrada en la frente y la nariz decidida, la fuerza física de la madre. Desde los siete años trabajando, acarreando el agua por el cerro empinado para la casa, acarreando canastas de pan. El otro, el Negro, vendiendo dulces y pan de huevo por la playa. El grande, el sensible y ronco, con la cara de indio, en la mina, ya lejos. Otros creciendo, subidos en e1 tejado del baño para mirar cuando entraban las niñas, arrancándose a Santiago a. los dieciséis años, mientras el viejo se iba por meses en falucho a la Isla de los Choros, a compartir la cama con los sueños y las arañas pollito, a encaramarse al esqueleto de la ballena varada, a recoger puntas de pedernal en la mina de los indios.
Creciendo en un seminario, educado por curas franceses, enseñado a comer con siete cubiertos y a tocar piano. A estarse sentado horas con las manos cruzadas sobre el estómago, la cabeza erguida. Acostumbrando su vista a la semipenumbra y los vitrales. Sus oídos a los silencios. Con razón salió así el pobre viejo: "pobre viejo", decía siempre la mamá, cuando el viejo tenía una rabieta o dejaba la embarrada. Cuando se mandaba cambiar a la isla o se le antojaba no trabajar. Cuando empezó a recoger conchas con un saco en la mano y los pantalones a la rodilla. Acostumbrado a leer libros antiguos e interminables, la historia de Cristo, de Flavio Josefo. Dejado por la madre en el convento. Dejado por la mano de Dios sobre su bicicleta, sobre las carreteras del Norte, o la falta de carreteras del Norte, entregado a los sueños de entierros y minas, a los libros religiosos que vendía de pueblo en pueblo, al llanto de los cabros chicos y a la pobreza, a su enrevesada manera de hablar y contar historias, mientras nosotros crecíamos a la diabla, aprendiendo lo que podíamos, sofrenados por el miedo al demonio, viendo a la ciudad que se partía en dos, la mitad de nosotros, petrificándose el adobe de las murallas, rajándose por los terremotos, cayéndose de a poco por la lluvia. Mientras abajo el centro crecía en altura y en cemento y el Llano se llenaba de casas blancas, de dos pisos, con jardín. Una parte de la gente que vegetaba, los hijos se iban a las minas o a Santiago. La otra gente, la nueva, desligada del mar, con calles pavimentadas, y el viejo allá arriba, ahora, trabajando con los fierros, o sentado al sol, como un bucanero inglés arrojado a una isla medio desierta siempre un poco solo, sin saber qué hacer y seguro miraba a uno y otro lado.
Como la primera vez que me senté frente a una máquina de coser, en la pieza cerca de Macul a hacer faldas, como cuando me sentaba en la tierra húmeda de los prados cercanos a los Cerrillos a jugar con los cabros chicos que me llenaban de flores el pelo la ropa como en una película de mal gusto. O como cuando me siento indispuesta. La sal se seguirá acumulando en las articulaciones, las estaciones se anunciarán en cada coyuntura hasta quedar como la viejita encogida que sacaron de la camilla entre cuatro, quejándose, o como si me fuera a quebrar. El mayor tiene hijos con defectos en la vista o diabéticos. El segundo tiene una hija con defectos en la cadera y un hijo que a veces produce ácido en el estómago. La que me sigue pierde los niños a los tres meses y la más chica estuvo enferma de la cabeza. Como si la bandada de codornices que decía el viejo hubiera sido alcanzada al salir de los huevos por una descarga de peñascos, un granizo. Él se entretiene en matarse los pulmones fumando y enfermándose cada estación un poco más. Tosiendo en la noche y sobre todo al amanecer para tener una sensación de su cuerpo Fuma al levantarse para empezar el, día, después de comer para poder bajar el almuerzo y en la noche antes de dormirse. El viejo tiene el vicio de la nostalgia y la vieja el vicio del trabajo. El Negro tiene el vicio del trago y el mayor el vicio de la ternura. Los otros tienen el vicio de mentirse frente al espejo y tratar de tener un auto, una casa, de tener plata y mandar, de tener hijos rubios. De chicas las señoras del barrio nos tomaban de la mano y nos llevaban cerca de una casa y una señora se metía y salía con un trapo húmedo y nos refregaba la cara porque decían que la mamá nos pintaba la cara con colorete y la gente de aquí es toda medio gris como si se los fuera comiendo la piedra de las casas, el polvo del cerro.
Siempre con camisas de franela, invierno y verano "Ustedes no saben lo que es el frío", nos decía, paseando a los cabros chicos de la mano que no lo dejaban nunca tranquilo y lo iban a sacar de donde estuviera para que los sacara a la vereda a dar vueltas, refunfuñando salía mientras antes nosotros siempre teníamos miedo de pasar al lado de él nunca una palabra ni un manotón al pasar que pudiera ser como un cariño. "Ustedes no tienen padre. Cuando la gente tiene un nombre y puede caminar ya se basta sola". Lo toman de un dedo y lo llevan a que toque el piano le muestran los perros y le presentan a las muñecas. Y el viejo está medio chocho. Alega pero al fin sale con los cabros a la rastra, a comprar pan o aceite, a comprar el diario en el quiosco de la esquina. O si no se queda sentado en la ventana que da a la calle, con las piernas colgando, mientras los cabros juegan a su sombra con palitos, con piedras. Se le suben encima y le registran los bolsillos y le sacan una libreta inmunda un atado de papeles amarrados con una pita y el viejo se los quita; y sé lo vuelve a guardar para que se lo saquen de nuevo al ratito.
No iba a la iglesia. Se quedaba sentado en el alféizar de la ventana que daba a la calle, tomando el sol. Pero a veces tocaba el piano, o el armonio, cuando había casamientos o bautizos. Siempre tuvo amistad con los curas, con profesores jubilados y con el italiano de la micro, cojo, que le sacaron la cresta para el golpe. Tocaba el piano y los arreglaba, hacía los entorchados y viajaba a los pueblos cerca, al valle de Elqui, a arre¬glar los órganos de las iglesias. No tenía de dónde sacar cuerdas y el arreglo era para luego. Nosotros andábamos a las vueltas de la cocina esperando el almuerzo y nos metíamos a la cocina y el viejo nos llamó y nos dijo que había un caballo calle arriba, muerto, y le pasó al negro la cuchilla toledana y nos dijo que trajéramos las tripas. Cuando llega¬mos vimos al caballo inflado, dos piernas hacia arriba y el vientre enor¬me y amarillo como zapallo. Mientras los niños abrían al animal —el Negro sacaba del cuchillo una grasa amarilla con el pulgar—, nosotros íbamos sosteniendo las costillas para ir rajando al animal y para que el Negro, con un perro de ropa en la nariz, pudiera sacar las tripas. La gente pasaba y nos echaba unas miradas raras y pasaba ligerito. Durante dos días anduvimos sin apetito y el viejo espantaba las moscas de las tripas colgadas en el alambre de ropa. Nunca escuchamos al viejo can¬tar, pero en la mañana empezaban a rascar las palomas del entretecho y el viejo ya estaba en pie y empezaba a tocar piano. No me acuerdo si el pito del tren venía primero o después de la vieja de las machas, del rascar de las palomas en el entretecho. O a veces, del llanto de la Llorona, que pasaba con una sarta de huiros, o con unas flores medio secas de las pocas flores que medio salen en septiembre, añañucas o azulillos. Antes el desierto era una selva. Ahora el agua se ha ido llevando la tierra y los árboles. Cuando éramos chicos la mamá nos lleva¬ba a Peñuelas y había muchos árboles y llevaba un canasto y había un puente y un río chico y un chancho enorme y la mamá sacaba cosas de una canasta que no se terminaban nunca. Antes llovía mucho más en la zona y las añañucas cubrían todo el llano y la gente iba a recoger a la Pampilla. Se hacían carreras de caballos y siempre ganaba Juan Bruto que ahora anda de repartidor de leche en el bajo. Hay una parte que es como una selva oscura cerca de la Serena y se llama San Jorge y uno entra de repente y se pone oscuro y cantan los pájaros pero ahora están botando los árboles porque hay unas maderas muy finas. Cuando llueve bastante en el invierno se ve la tierra celeste y morada en prima¬vera, con los lirios y los azulillos, y blanca, y vamos al valle de Elqui a comprar cabritos para el dieciocho y en Vicuña la fruta es muy barata. La mamá agencia las cosas en la cocina, mientras nosotros, los hambrientos, la miramos hacer.
Cuando chica estuvo en un convento. Las monjas inventaban toda clase de cosas. Tenían una virgen que lloraba. La mamá descubrió que era hueca por dentro y que había una como pera para hacerse lavados. Pero no decía nada. Era la que tenía que lavarles la ropa a todas las otras, cabritas de buena familia, pero nunca se quejó, ni cuando acarreaba agua a los siete años ni cuando se aterró la primera vez que vio el mar. El diablo aparecía a veces como una señora joven de cara fina que andaba de negro y muy llena de joyas y se llevaba a las niñas de la mano. Como un niñito muy chico, una guagua casi y uno empezaba a hacerle cariño por lo lindo que era y se reía y mostraba los tremendos dientes. De ahí viene el dicho "Tan chiquitito y con dientes", que se le aplica en la casa a los cabros precoces o a los que se creen diablos. Porque no hay más diablos que nosotros. Otras veces, las más, el diablo aparecía bajo la forma de un perro negro o un chancho. A la menor el diablo le tiraba las patas en la noche. De ahí viene el dicho popular "El diablo del convento". A la mamá le gustaba estudiar y llegó sola a matricularse a donde las monjas. El viejo de la vieja era un viejo negro y grande, bar¬budo y de pómulos salientes, como se puede saber por las fotos. Ella creía que el mar era como un charco con agüita pero cuando llegó a Chañaral se echó de bruces en el muelle y no hubo forma de levantarla por un rato largo.
El mar siempre estuvo ahí, salándonos la piel hicié¬ramos lo que hiciéramos. El liceo daba al mar, donde siempre nos re¬partíamos por el patio hablando con los otros cabros, empujándolos. Los niños sacaban del bolsillo una pelota de trapo y la botaban al suelo como a la descuidada y luego estaban todos pateando y gritando y nos corrían del patio y nos ganábamos al corredor y las demás niñas mos¬traban revistas con fotos de artistas pero nosotras no las leíamos porque eran cosas del diablo o hablaban de películas o que les gustaba ese niño o el otro y se tomaban con los niños de las manos en la sala y nosotras no hablábamos de eso pero volvíamos calladas a la casa en la tarde. Don Miguel nos enseñaba cosas de países raros que no habíamos oído ni nombrar y nos dibujaba en la pizarra todos los huesos del cuer¬po y después nos daba un vaso de leche y un pan algunos días con jamón y otras veces con huevo otra veces con queso pero el jamón nosotros no lo comíamos porque no era carne de Dios y era helado en el invierno en la sala y yo faltaba mucho porque los zapatos se me gastaban siempre ¡porque camino con los talones para adentro por más palos en las cani-'1135 que me daba la mamá con los troncos de la leña. Así pasaban esos días que se alargaban siempre iguales con las mismas cosas mientras los gringos, altos, de a dos, recorrían las calles de la Parte Alta, los mormones, espiados por las chiquillas que les hacían corro donde los veían— "A un viejo que es fotógrafo lo nombraron pastor unos gringos y le mandaban plata de allá en dólares y por la falta de costumbre compra¬ba salames enteros y rumas de tarros de durazno hasta que le suspen¬dieron la plata".
La Sonia estaba loca y tenía un sucucho en el cerro Heno de huaipe y había un caminito que cruzaba hasta la cama. Yo nunca entré ahí y los ratones que andaban creía que eran dragones. Los hijos le mandaban plata y ella les mandaba hacer a los curanderos oraciones "con dos te ato con tres te desato". Hedionda porque nunca se lavaba y cuando iba a hablar con la mamá nos hacíamos los lesos y le decíamos no está y la mamá se acercaba a ver qué pasaba a la puerta niños tanto ruido con la voz que tenía un poco aflautada y después nos retaba y nosotros le decíamos al papá para hacerlo rabiar que le gustaba la Sonia. El que más provecho sacaba de las tallas y el que más al último se nos pegaba era el Negro.
Pero el Negro siempre tuvo mala leche. Se iba al teatro con los tipos más mafiosos, hasta con la patota del camión Gómez. Cuando los otros cabros o la gente estaban en la cola les hacía un ademán y todos se corrían y se metía él adelante con todos sus amigotes. Salía a tomar al bar de la española y tenía varias amigas putas. Pero es bueno el Negro. Cuando vio a los tipos que le pegaban al pije se metió con auto y todo, pero el problema era que el auto no era de él ni tampoco la llave inglesa con que le partió la cabeza al tipo rubio cuando lo quisieron agarrar a patadas. El único que salió perdiendo —fuera del Negro que quedó con tres costillas rotas— fue el cuñado dueño del auto. Los otros tipos tampoco andaban de a pie y y lo salieron persiguiendo hasta que le chocaron el auto. Total, para tipos con plata, un auto no es nada. Eran las seis de la mañana cuando uno de los amigos que andaban con él nos vino a decir que "al más chiquitito de los niños lo habían dejado como muerto en la playa". Y se levantaron y se fueron despacito los niños sin decirle nada a la mamá que de todos modos despertó porque para esas cosas es como los gatos. Los otros tipos eran los hijos del dueño del hotel grande. El Negro anduvo como tres días sin hablar, caminando por ahí con las manos en los bolsillos pero nadie en la casa le dijo nada. Después agarró sus monitos y una mañana se fue otra vez al Salvador. Y ese era el más chico de los niños, pero había otros que andarán desparramados por ahí.
El hermano grande se fue con Raúl a la Argentina no porque necesitara sino por el puro afán de patiperrear y meterse en forros. Porque cuando tenía como dieciséis años se había arrancado a Santiago con el Lucho y después de varios años había estado trabajando en el Norte con unos japoneses de una firma y se había robado camiones enteros de material y por allá tuvo una novia el primo que decían que era medio puta pero que no es nada en comparación con otras ñatas que nos ha tocado conocer después. Él enterró la pistola del Lucho en el patio después del golpe y acarreaba al huaso en auto cuando había que ir a buscarlo a los Cerrillos antes que lo tiras lo coimearan. De allá volvió las dos prime¬ras veces riéndose para callado, como hacía siempre, dos hileras de dientes de caballo en la cara morena de ojos un poco achinados. El Negro era marullero o tenía intención de serlo, pero en fondo parece que era un cabro ingenuo que se dejaba arrebatar la plata en cualquier bo¬liche cuando estaba en el mineral por cualquier viejo charlatán o cual¬quier tramposo con el naipe. O convidando a cualquiera a tomar y ter¬minaba rompiendo las puertas y los vidrios como he visto en las películas de vaqueros. Ahora esta a lo mejor con una capa de alquitrán en los pulmones, a lo mejor sospechoso, o esperando la silicosis, tomando leche a veces, cuando se acuerda, y saliendo a tomar porque a su mujer ni la ve, soñando con la pesca submarina o países lejanos, herencia del viejo.
El hermanastro es más malo y más zorro. 'No se le nota, pero es medio quemado. Las cosas no le salen bien en el último momento. Cuan¬do volvió del Norte, en la estación, un viejo lo embaucó con un cuento de una mina de ley de indios, cerca de Illapel y le sacó hasta el último cinco. Pero volvamos a lo que realmente interesa. De cómo la pasába¬mos nosotros en esos largos días en el patio de tierra dura haciendo colum¬pios con un pedazo de manguera o un pedazo de alambre, rayando con un clavo la tierra del patio o caminando por la pandereta mientras la¬dran los perros del lado. O haciendo runrunes con botones y cáñamo. Después los cabros del taller —los más grandes— nos hacían camas para las muñecas de aserrín o jugábamos a las compras y hacíamos paquetes de tierra, o al doctor porque la muñeca estaba enferma. Los niños juntaban cajetillas. Después nos, encerrábamos a pintarnos la cara con un poco de ladrillo molido con un espejo de cartera, porque pintarse es cosa del diablo, mientras los cabros fumaban escondidos en el baño o se ponían el domingo la primera corbata. Bajaban a lustrarse los zapatos en la plaza y se echaban harta agua en el pelo y se peinaban con raya.
La tercera camada de cabros. Primero habían sido los viejos, los del Sur, mi viejo y las tías, de ojillos azules, y un habla ligera, enrevesada. La mamá y sus hermanas, gordas, morenas, de boca tranquila. Luego de la unión, nosotros. Crecidos a la buena de Dios, dando vueltas por la calle o la casa, en bandada, dando y recibiendo peñascazos o saludos, manzanas o palabrotas, pasando por los colegios primarios, el liceo, la coeducacional y los hospitales. Luego venían los porotos, los primeros eran los del Lucho. La mayor, una cabrita morenita y flaca, de ojos verdes y una boquita carnosa que auguraba malos momentos al papá y buenos para ella. La otra era morena y de ojos grandes y tristes, tenía un defecto en la cadera y rengueaba. La mayor desde chica mirando fotos de artistas y haciéndose peinados, mirando con codicia a los cabros pijes del llano o del bajo, haciéndole burla a la segunda. El cabro era malo, de ojos medio claros y la cabeza grande, siempre arrancándose al taller a jugar con los fierros, mintiendo y contando historias, llevándose tremendas tandas. La grande salía reina de belleza y juntaba plata para irse a los festivales de la canción de Viña y no hablaba con los cabros del barrio y le ponía ojitos al cuñado profesor, casado con mi segunda hermana, que era santiaguino y la segunda era la más inteligente de la clase y sacaba las mejores notas siempre callada, soportando periódicas operaciones mientras el chico convertía a veces el jugo gástrico en ácido —herencias de la pobreza— y era malo sin vuelta, con los ojos claros y grandes, hecho a la invención correteador de los cerros mientras nacía la más chica y pelusa que doblegó al abuelo bajo el yugo de su manita y correteaba a los perros más grandes y se perdía sola apenas caminaba y no había conocido la miseria y se quedaba afuera cuando nos juntábamos en la sala o el corredor o la cocina callados, los ojos abiertos y tristes, sin movemos, como si el cansancio se cayera de repente sobre los hombros de mis hermanos y sobre mi espalda cayeran los recuerdos.
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