Si se descuentan los rumores, ésa es la verdad. Es lo que les digo a mis compatriotas –los otros exiliados aquí– cuando me los encuentro por casualidad por la calle, si me llaman por teléfono, Ipod o me mandan email . No cuando me vienen a visitar. Puedo afirmar que no cuento con muchos amigos entre los otros despeloteriotas residentes (o despeloterienses, como otros prefieren), y que ninguno de entre nosotros parece muy adicto a tener muchos amigos entre sus compatriotas. Es que somos muy independientes, muy individualistas. De cómo el país siempre se ha caracterizado por la politización casi excesiva de sus habitantes es un misterio, ya que con justicia puede afirmarse que la política y la vida social, de relación, están muy entrelazadas. No podemos olvidar que para el areopagita lo social y lo político representan prácticamente la misma cosa, y se designan con la misma palabra: la polis.
El doctor Valverde, una de las mayores autoridades en nuestro país en el terreno de la antropología sostiene que, justamente, la importancia de la política en el país demuestra y corrobora ese individualismo del que hablábamos antes, y que nos hace parecer altaneros ante otros pueblos de la misma región, con más o menos el mismo origen étnico. Siguiendo a algunos autores americanos (no recuerdo los nombres, después de todo yo soy sólo, o era) periodista, Valverde conecta la vida política con la ruptura de los lazos sociales primarios, es decir la comunidad, cuya base es la familia, afirmando que la vida de partido e institucional es propia de la nueva sociedad de masas.
Uno podría objetar, con Bustamante, por el contrario, que la vida partidaria tiene sus orígenes en la Edad Media, que es una característica de la vida feudal, premoderna, y que, si bien nosotros contamos con una capital—Candelilla—que no se avergüenza frente a las más modernas ciudades europeas y americanas, no es menos cierto que el resto del país, salvo el puerto más importante, un par de centros mineros y uno o dos balnearios, es decididamente provincial, pueblerino, y si se quiere, hasta rústico y salvaje. Es cierto que Valverde siempre ha vivido en Norteamérica y los sucesos militares lo sorprendieron afuera del país. A él le gustaría que nosotros fuéramos un país moderno, aquejado por las enfermedades y malestares de las sociedades contemporáneas industriales. Pero ése es un sueño que en la medida en que disfraza la realidad, nos perjudica. A muchos les gustaría creer que somos un país occidental, como quisiera Valverde. Pero luego las consecuencias prácticas de esos sueños se dejan sentir, y ellos son los primeros en sentirse sorprendidos cuando la parte indómita, o incluso me atrevería a decir, cruel, de nuestra naturaleza, asoma la cabeza.
Y el resultado es este tipo de situación: el país nominalmente bajo una dictadura, la oposición fragmentada en un sinnúmero de fracciones que parecen recorrer todo el espectro político contemporáneo. Una gran cantidad de gente en el exilio y el país sumido en la miseria y quebrado financieramente.
Que la gente recurra a mí, pese a mi avanzada edad, es sólo otra muestra de nuestro carácter nacional. Yo empecé siendo un marxista, allá en los lejanos días de la Universidad, pero no se puede dejar de considerar que eso fue en 1960, cuando casi todo el mundo era por lo menos socialista, cuando los libros más leídos en el país eran los diarios y testimonios de los voluntarios despeloteriotas que lucharon en la guerra civil española y luego en las diferentes alternativas de la guerra mundial, muchas veces ofreciendo su vida en holocausto. Todo el mundo era por lo menos de izquierda en ese entonces. La gente no quiere acordarse de que ya en 1965 yo había dejado de ser un marxista ortodoxo y que me contaba en el grupo de quienes comenzaron a hacer circular las ideas de Marcuse en el país.
Pero la gente todavía se quedó con esa idea, aunque la verdad es que no he podido ejercer el periodismo aquí, una por el idioma, ya que estoy muy viejo para aprenderlo y otra por la orientación del periodismo en estas tierras. No hay análisis de los hechos, todo, incluso lo más absurdo, se presenta con el mismo tono. Pero la cosa es que vienen a preguntarme, o me llaman por teléfono, por el celular. Es bastante difícil que puedan llegar otras noticias que no sean los rumores distorsionados de los viajeros, turistas por la mayor parte, o eclesiásticos o abogados de misiones de investigación sobre los derechos humanos, y lo que llega por medio de la Web, la redes sociales, que no es mucho. Hasta donde yo sé la gente más importante de los periódicos, la tele, los medios alternativos, están o presos, o escondidos, y esto desde hace varios meses. No hay nada seguro. La gente ya no sale a protestar a las calles desde hace tiempo, porque a las finales, según un amigo que fue a visitar a su familia y acaba de volver, después de desahogarse un poco en las concentraciones, todo el mundo vuelve a su casa más deprimido que antes. Así es la idiosincrasia de nuestro pueblo, tan dado a los extremos que se suceden el uno al otro de la manera más repentina, del amor a los celos más violentos, de la depresión más negra a una exaltación tan súbita como incontrolada (e incontrolable, cuando la persona en cuestión está borracha, cosa bastante común entre los despeloteriotas). Es como si incluso esa característica conspirara en contra de las posibilidades al menos inmediatas o a corto plazo de nuestro pueblo. El asunto es que ya no sacan nada con preguntarme, o que recurran a las fuentes especializadas en noticias de la región. Ahora está pasando allá lo que pasa en algunos países nórdicos, o en esas republiquitas de la Europa Central que a veces se pierden de las páginas noticiosas por años enteros, hasta que hay alguna guerra. No hay ningún sitio web del que yo sepa que tenga noticias frescas de nuestro país. Y que mi última afirmación vaya a mis connacionales exilados o emigrantes, o al estudioso interesado: hace ya bastante tiempo que no tengo noticias de
Despeloteria.
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