La Alameda que es una calle de Santiago, para que sepan, y que se esboza en sueños, amplia y gris, surcada y acribillada de historia, que en boca de alguien esperaba volver a abrirse, a multiplicarse. Y en una de estas, Salvador. Mientras tanto en la noche y el sueño es un hilo más en las babas del dormir del cuerpo multitud que reacciona a esas andaduras del cerebro país que se mueve en esos ámbitos y moja la almohada con sus babasangres usando a ese mismo cuerpo. Una luz anaranjada se nos mete entre los párpados y anuncia el día. Retrocede la noche achicharrada pero no derrotada, nos dice “en unas horitas más nos vemos y te vamos a hacer pagar”.
Advertencia a televidentes, ipódeos, etc.
Cuando la noticias se despliegan en las pantallas o se hilvanan en los reportajes, ¿es acaso la adrenalina la que nos mantiene con los ojos fijos, recibiendo, asimilando y atesorando la ira?. Nos resistimos a que la masacre cumulativa de esas viñetas sangrientas venga a reemplazar a las películas cada vez más fomes, a la música que ya nos deja más o menos igual. Con la micropantalla en la mano cuando sentados en trenes, aeroplanos, o en el sillón frente a la tele, los espectadores se conmueven, se espantan y se enrabian cuando miran esas imágenes. En alguna parte del tejido nervioso los centros procesadores de la materia gris ya empiezan a bostezar aburridos de la repetición que atenúa, desdibuja y a lo mejor borra hasta lo más terrible. En el peor de los casos un inconsciente afán de novedades hace que los dedos cambien el canal para brindarnos nuevas cargas de atrocidades. En el mejor de los casos una voz acaso nos susurre que tengamos cuidado: no sea que las células sean las que nos piden un poco más de adrenalina y no los altos ideales que siempre profesamos.
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