- Leonel Huerta
- 6 abr 2021
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Para llegar a la escuela, debía pasar por el puente Bulnes. Al lado había una industria textil: Panal. Siempre pensé que los cuerpos que vi tirados aquella mañana en el río fueron trabajadores de aquella empresa; también en mi mente de niño creí que mi padre podría ser uno de aquellos muertos. Durante meses con mis hermanos al pasar por el puente inventábamos historias; imaginerías infantiles: si el agua era color tierra entonces esa noche no hubo muertos, pero si el rojo cubría la superficie, era señal que algunos estaban lejos de este mundo. Hasta que un día la mamá nos dijo que el color del agua era producto de los tintes que usaba la fábrica textil. Pero los cuerpos aparecían en la ribera; cabezas destrozadas, jóvenes idealistas tirados en los tubos del alcantarillado como mierda humana: la sigla UP marcada con sangre; el hombre convertido en animal, como desperdicio en el basural. Nunca pensé en ver aquello nuevamente. El muchacho arrojado desde el puente Pio Nono, por un ser alienado, me hizo volver a esos tiempos de niño; infancia llena de temores. Los fantasmas de la represión siguen ahí esperando; suspendidos por hilos invisibles que al parecer nunca serán cortados. Ciento veinte kilómetros de historia son llevados por la corriente. El Mapocho es la yugular de esta ciudad, si sangra Santiago se tiñe. Y como dijo mi amiga, la poeta Rayen Araya: “la mierda no está en el río”.
