La prohibición
Actualizado: 8 oct 2022
Cuando Dinka regresó a su hogar, presintió que algo extraño sucedía. Demasiado silencio. A lo lejos, el eterno rumor de la ciudad confirmó su percepción: Mior nunca dormía.
Encendió el aparato incrustado en la pared, que agregaba un toque más de tecnología a su habitación, vestida con artefactos de variado uso, sumiéndose en meditaciones acerca de su ciudad.
Las paredes de cada cuadra del gran centro urbano presentaban un pergamino metálico, donde se leía el Código de Normas. Precisamente a esa hora— pensó Dinka— se transmitiría el Mensaje Diario. Los ciudadanos deberían estar atentos a la programación.
Para estos efectos, el Directorio de la ciudad poseía un Sistema de Vigilancia del Mensaje, el cual consistía en transeúntes pendientes de la recepción. El inciso número tres del Código de Normas estipulaba un alto volumen de sonido para facilitar esta misión. Ante la
infracción de esta norma general, el Vigilante detenía al inculpado y lo presentaba ante los miembros del Directorio; estos aplicarían una sanción siempre desconocida y variable según factores de índole también ignota. La sentencia más temida por los habitantes de Mior era la pena de destierro a Knot, lugar muy tenebroso al decir de las leyendas tejidas a
su alrededor.
Dinka, sumido en sus reflexiones, no se percató del significado de aquel silencio; su asombro aumentó al constatar que su receptor no funcionaba. Aún apagado emitía un sonido apenas perceptible, que la costumbre hizo cotidiano a sus oídos. Su profundo
enojo habíase calmado cuando el Vigilante a empellones lo subió al vehículo que rápidamente le desplazó por los aires. Al comienzo, sólo una leve inquietud le invadió, luego se transformó en angustia y miedo. De súbito adquirió conciencia de su incierta situación e intentó tranquilizarse.
Mior, acero y color, no dejaba de fascinar a sus ojos asustados. El paisaje— ya muerto el crepúsculo— ofrecía un espectáculo distinto, las luces de diversos colores, a la velocidad del vehículo, dejaban estelas viscosas mezcladas en la húmeda y melancólica atmósfera. Recordó los últimos árboles, observados en la Gran Biblioteca, junto a su padre. Su progenitor gozaba contemplando la reproducción de un anciano roble. Posteriormente, frente a sus cenizas, se preguntaría si algo le hubiese deleitado más que aquel moderno testimonio del pasado.
Momentos después sintió que descendía del vehículo y penetraba por un túnel muy iluminado. El Vigilante había desaparecido. La soledad de millones de años le acompañó. La pena aguardada— pensó— sería mejor que escuchar el Mensaje Diario, su sonido uniforme, soportado durante veintitrés opacos años.
Repentinamente, provino aquel gemido de lo más profundo de la ciudad. Mior comenzó un lamento cada vez más agudo y quejumbroso. La pesadilla emerge: sobre si vio los rostros burlones de los habitantes, vehículos aéreos precipitándose con violencia sobre él. Sus compañeros de trabajo, riendo crueles, como payasos de finas torturas, volando en un mundo mágico y atemporal. El zumbido, siempre el zumbido eterno de Mior, injuriándolo con lenguaje desconocido, vestido de acero y color. Color y acero.
Siempre.
Dinka se retorció, intentó levantarse, no pudo y una anhelada oscuridad lo cubrió todo.
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Desde la ventana, un sol alegre saluda la habitación. El hombre se levanta de la confortable cama, en la cual se encontraba recostado y observa con curiosidad infinita la mesa de madera, desde donde le incitan olorosas tostadas y mermelada de frutilla.
Mira a través del vidrio y ve un autobús deteniéndose en su cotidiana parada. Personas ruidosas. Sonríe, se dirige hacia la puerta, volviendo de pronto coge una tostada, la unta con mermelada, la come con placer y sale.
El Directorio había decidido la sentencia.
(Este relato obtuvo la Mención Cuento Corto en el Concurso Latinoamericano “Premio Borges”, Fundación Givré, Buenos Aires, año 1979.)
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