Florecemos contra viento y marea
Emergemos de los espantos
tras musas que se desnudan
Cantamos o simplemente silbamos
Arremetiendo como golondrinas
y las auroras nos alientan
a reencontrarnos con la pasión
Con la complicidad jocosa
Las pasiones al descubierto
Sembrando semillas de reconciliación
-de ésas que se dicen fogosas -
Que este canto inflame los caminos
Y nos reconforte la palabra
como volantín de septiembre
¡¡¡Bienvenida, Primavera!!!
Los claveles rojos entregan a la Historia un vagido de Vida, que demuele corvos, rieles y yataganes de la bestia, genocida, artera y cobarde, en sus pactos de silencio.
Son blasones de amor persistente, que cruzan los límites para mantener vigente la palabra libertad.
Son besos maternales acuñados en un duelo candente, forjado como resistencia en las catacumbas de barriadas ignoradas.
Son rojos lagrimones cruzando el océano y llevan el coro de la tragedia, exigiendo verdad al poder atrincherado en sus peores vilezas.
¿Dónde sumergió sus cuerpos profanados el genocida fascista?
A la deriva, por las constelaciones de la esperanza, las mujeres solas depositan sus oraciones de rebeldía y los victimarios cobardes eluden la justicia de los hombres.
Pero jamás podrán escapar de las saetas justicieras de esos claveles rojos, que hoy se alejan con su eco interminable: dónde están, dónde están, dónde, dónde, dónde.
El Diablo murió en Petorca
En el paroxismo de la ruindad
ardieron los bosques primigenios,
la brisa olorosa de los piñones
carenando los cristales de catedrales
Los ríos perdieron sus afluentes
Los drenes hirieron las cuencas
el agua que bañaba generosa
Los glaciares se cubrieron
Lenguas ácidas se apilaron
se apagó como leña cenicienta
A borbotones, el desierto
Lo había derrotado en maldad,
gente de calle, pordiosero
La perversidad del hombre
se conmovió del descalabro,
sorprendido ante el mérito inusual
El estropicio, imbécil y suicida,
superaba los manuales del averno
la avaricia y la estupidez, aliadas
Entonces, el diablo buscó asilo
Destruir la obra del Padre,
A tanto, él no se atrevía.
Era un viejo, un anticuado