La presencia de las mujeres en la literatura varía según la época que se decida analizar. Al comienzo, las autoras estaban ocultas bajo seudónimos o recluidas en sus hogares. Con el avance del tiempo, y del movimiento feminista, se logró visibilizarlas y así, dar paso a obras fundamentales para el arte literario y a una escritura diversa, alejada de una visión divisoria de géneros.
En el siglo XIX, la opresión masculina sobre las figuras femeninas era una fuerza invisible. A veces tomaba forma en nombres de varones inexistentes que les quitaban el crédito de su trabajo y, otras, en un sometimiento constante que las mantenía ocultas y encerradas. El camino para las escritoras de esa época tenía pocas salidas: cambiar su identidad o llevar una vida de encierro. Para comprender las bases de la escritura feminista es necesario, entonces, mirar nombres masculinos porque es detrás de estos que se encuentran escondidas las grandes escritoras del siglo XIX: como resultado del rechazo a la creación femenina, las mujeres escritoras se convirtieron en escritores.
Uno de los episodios más fascinantes de la literatura: tres hermanas rozando la treintena se recluyen en casa huyendo de las rígidas ataduras de la Inglaterra victoriana para convertir su imaginación y vivencias en obras maestras como 'Jane Eyre' o 'Cumbres Borrascosas'.
En lo más alto del pueblo de Haworth, al norte de Inglaterra, allí vivieron y crearon sus obras, escondidas del mundo, tres mujeres geniales, las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne.
Nadie de su entorno lo sospechó. Las Brontë eran raras, desde luego. Tres solteronas, como sin duda las llamarían entonces, a las que muchos recordaban de pequeñas, criándose de una manera un tanto salvaje en compañía de su hermano Branwell. Las hijas del reverendo Patrick Brontë –un irlandés de origen campesino que se había doctorado en Cambridge gracias a una beca– estaban bien educadas y eran corteses y decentes, pero desde niñas tenían costumbres extrañas. Quizá fuera porque habían perdido muy pronto a su madre y, casi de inmediato, a sus dos hermanas mayores, arrasadas por la tuberculosis. El caso es que, como cachorritos sin dueño, solían pasear solas por los páramos, bajo el sol o bajo la nieve, y algunos afirmaban haberlas visto declamando poemas en lo alto de una roca. Aunque lo más raro de todo era lo que hacían dentro de la casa, donde las crías se pasaban el tiempo leyendo y escribiendo.
Pero el destino de las chicas era otra cosa. Las hijas de un pastor tan sólo podían hacer dos cosas en la vida: casarse o, de no lograrlo, dedicarse a la enseñanza de niñas. Una mujer de su clase no podía permitirse ningún trabajo de tipo manual o que la obligase a estar en contacto con el público, exponiendo su honra. En cuanto a las profesiones de prestigio, las que implicaban conocimientos profundos y gran inteligencia y que conllevaban buenas ganancias y renombre, ese era territorio exclusivo de los hombres, absolutamente vedado al género femenino: una mujer no podía ser médica, ni abogada, ni juez, ni política, ni catedrática, ni ingeniera, ni nada que se le pareciese. Ni siquiera podía acceder a la universidad, aunque sólo fuera por placer.
Una joven de una familia decente sólo debía prepararse para cumplir con el gran cometido de la vida, ser buena esposa y madre. Pero casarse no era un asunto tan fácil: hacía falta poseer una dote aceptable, o belleza, o al menos un carácter sumiso. Las hermanas Brontë no cumplían ninguno de esos requisitos. Su padre no tenía ni un centavo, salvo su exiguo sueldo de párroco de la Iglesia anglicana. La belleza se había olvidado de detenerse sobre la casa rectoral de Haworth y dejar caer allí un poco de su preciado polvo dorado. Y el carácter de las muchachas, con su tendencia a querer saber de todo y a mantener sus opiniones en voz alta, no parecía hacer de ellas las mejores compañeras para un hombre de bien.
A medida que crecían, estaba cada vez más claro que iban a tener que dedicarse a la enseñanza. Al menos, Charlotte y Anne. Emily era demasiado huraña, demasiado sensible, y enfermaba gravemente siempre que se alejaba de casa y debía relacionarse con extraños. Se decidió que se quedase en Haworth, ocupándose junto a una sirvienta de las tareas domésticas y cuidando del padre. Ella convirtió ese espacio en un refugio en el que podía desarrollar al margen de cualquier mirada ajena lo mejor de sí misma: sus interpretaciones al piano, su extraordinaria poesía y, también, el aprendizaje del francés y el alemán, que estudiaba en la cocina, mientras pelaba papas y horneaba el pan.
Charlotte y Anne, en cambio, se vieron obligadas a alejarse de aquel hogar que tanto amaban para trabajar como profesoras en internados o como institutrices de los hijos de familias ricas, sintiéndose frustradas y humilladas: tenían la sensación de estar malgastando sus vidas. Lo peor era el trato de sus empleadores, gentes mucho más incultas que ellas y que, sin embargo, amparadas en su riqueza, las miraban con superioridad, considerándolas miembros del servicio. Anne parecía resignada, pero Charlotte vivía en una constante tensión, confrontando la realidad que le tocaba vivir con sus sueños, especialmente con el viejo anhelo de convertirse en escritora. Envidiaba la suerte de los hombres, que podían hacer lo que les diera la gana sin que nadie les pusiera barreras.
Buscando una solución, intentó organizar una escuela en la propia casa de Haworth, pero no pudo llevarlo a cabo debido al estado de Branwell: el muchacho en el que se habían centrado todas las esperanzas de la familia iba de fracaso en fracaso y se refugiaba cada vez más en el alcohol y el opio, utilizado entonces como analgésico y fácil de conseguir en las farmacias. Branwell se volvía violento, y sus hermanas se desesperaban.
Fue en medio de esa situación crítica, acuciadas por la necesidad económica y por su ansia de no volver a separarse, cuando las hermanas Brontë decidieron probar suerte como autoras. Puesto que llevaban escribiendo desde muy jóvenes, ¿por qué no intentar publicar? En 1846 editaron una selección de sus poemas. Pero lo hicieron bajo seudónimos: no querían herir a Branwell ni provocar suspicacias entre sus conocidos. Una mujer que se atreviese a publicar era vista con una enorme desconfianza, y toda clase de sospechas se abalanzaban de inmediato sobre su reputación. Firmaron con los nombres de Currer, Ellis y Acton Bell, como si se tratase de tres hermanos. El libro obtuvo buenas críticas, pero vendió un único ejemplar. Charlotte entonces animó a sus hermanas a probar suerte con la novela, un género que generaba más ingresos que la poesía.
Fue así como, a lo largo de 1846, las hermanas Brontë permanecieron encerradas en la casa rectoral de Haworth, repartiéndose las tareas domésticas para después, por las tardes, trabajar las tres juntas en el pequeño comedor de la vivienda, en secreto para su hermano y sus vecinos. Charlotte –que acababa de cumplir los treinta años– escribió Jane Eyre. Emily –veintinueve–, Cumbres Borrascosas. Y Anne –veintisiete–, Agnes Grey. Las tres utilizaron elementos autobiográficos para componer sus historias: experiencias, amores frustrados, sueños y deseos ocultos fueron vertidos por ellas en aquellas obras que, tras ser publicadas con sus seudónimos, provocaron intensos reproches morales por parte de los críticos literarios de la sociedad victoriana: ¿quiénes eran esos misteriosos tres hermanos que se atrevían a escribir unas novelas en las que las mujeres no eran seres pasivos y sumisos, sino personas complejas, llenas de ansias y rebeldía y autoconsciencia?
Aun así, las obras se abrieron camino entre los lectores, asombrados por toda aquella pasión que las hermanas habían sabido describir con un atrevimiento inaudito. Emily, molesta por las duras críticas recibidas, decidió sin embargo no volver a publicar nunca más, y regresó serenamente a su cocina, sus poemas, su música y sus lecturas en alemán, además de sus largos paseos por las montañas. Charlotte y Anne, en cambio, se animaron a seguir escribiendo. Charlotte inició Shirley, una obra con trasfondo político, y Anne, La inquilina de Wildfell Hall, una sorprendente novela sobre la capacidad de una mujer para superar los estrechos límites impuestos por la sociedad.
Pero entonces, cuando creían haber alcanzado su sueño, la tragedia decidió dirigir su mirada perversa hacia aquella familia: en septiembre de 1848, devorado por el alcoholismo y la drogadicción, moría Branwell, con tan sólo treinta y un años. Emily no logró recuperarse de la pérdida de ese hermano al que había cuidado con devoción y, debilitada por una veloz tuberculosis, murió en diciembre, a los treinta años. Tan sólo cinco meses después, en mayo de 1849, fallecía también Anne, destruida por la misma enfermedad maldita.
Sin la compañía adorada de sus hermanas, Charlotte siguió como pudo adelante. Dio finalmente a conocer la verdadera identidad de los hermanos Bell. Continuó escribiendo –publicó en total cuatro novelas– y, como si el destino hubiera querido ser un poco clemente con ella después de tanto dolor, pudo disfrutar del éxito y del respeto de muchos escritores, a los que asombraba el inmenso talento de aquella mujer diminuta y de sus hermanas muertas. Incluso, a pesar de su edad y de la opinión en contra del reverendo Brontë, se casó a los treinta y siete años con el coadjutor de su padre. Unos meses después, en marzo de 1855, murió a consecuencia de las complicaciones de un embarazo tardío.
Patrick Brontë vivió aún seis años, viendo cómo la fama de sus hijas crecía de día en día y numerosos visitantes llegaban a Haworth en busca de algún indicio que aclarase la razón del misterioso genio de las hermanas Brontë, convertidas ya en mitos de la literatura inglesa. Cuando él falleció en 1861, la familia se extinguió al completo, como una rara planta que hubiese brotado con un esplendor inaudito durante un breve tiempo para luego desvanecerse, dejando tras de sí la huella de su belleza.
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