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  • Foto del escritorPaulina Correa

Belleza

Era fea, lo sabía desde su infancia, su madre se lo había dicho en repetidas ocasiones, no podía resignarse a que un ser tan horrible hubiera nacido de ella, era una vergüenza. Si al menos fuera fea pero blanca, era notoriamente aborigen.

En el salón había varias fotos de estudio en que la madre salía retratada por el famoso fotógrafo Bop Borowicz, fue su modelo, en las tomas lucía una cabellera rubia y ojos de gata enigmática.

La hija visitaba la casa solo para las vacaciones escolares, el resto del tiempo permanecía bien guardada por sus abuelos, lo suficientemente lejos para frecuentarse poco.

La abuela le decía, eres simpática, eso es mucho mejor. Abuela y nieta iban a visitar a la madre, las dos morenas, con sus cabellos oscuros y ojos asiáticos, pómulos marcados, mirada oscura y placida, tranquila como el desierto. Era difícil ocultarlas durante esos días, o más bien explicar por qué eran así y ella no.

La adolescencia solo sumó a la fealdad, frenillo, acné, vino el experimento materno para arreglarla, le tiñeron el pelo.

En una exclusiva peluquería la recibieron solo porque su madre era clienta, no atendían gente así. El diagnóstico del estilista fue rotundo había que decolorar, sino el negro resurgiría de manera violenta, al terminar sobre el cráneo oscuro se veían unos cabellos blancos, gruesos y maltratados, ahí eligieron el tono de rubio que sería su nuevo sello, matizado con mechas algo menos claras para dar el toque natural.

Una asistente le puso algo en las pestañas, eso, le decía, resolvería lo de las pestañas tiesas, iba a ser una niña nueva. La madre había considerado unos lentes de contacto de color, pero no hubo caso, los ojos se tornaban rojos, no los aguantaba.

A vuelta de vacaciones estaba aterrada, a la entrada del colegio su abuela la llevaba de la mano y trataba de calmarla, se había mirado con atención en el espejo, se veía horrible.

Con la morbosidad de los 13 años sus compañeras la rondaban como tiburones, hasta que al final le dijeron lo que ella ya sabía y más.

Esa tarde se encerró en el baño, con la máquina de afeitar del abuelo se pelo al cero, repaso hasta que la redondez del cráneo fue perfecta, subió a su pieza y saco unos aros que le había regalado la abuela, eran antiguos, de plata, su madre no la dejaba usarlos porque decía que eran de india.

El reflejo del espejo le mostraba unos ojos altivos, un mentón firme, cejas serenas, dos pequeñas palomas de plata volando de sus orejas.

Bajo y busco a la abuela, estaba en el patio, plantaba pequeñas matas de flores.

El sol se filtraba entre las hojas del parrón, el aroma de la tierra húmeda era intenso, esa tierra del mismo color de sus manos.

Las dos sonrieron levemente y siguieron en silencio sembrando el jardín.





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