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Foto del escritorPaulina Correa

Con retraso

Actualizado: 23 ago 2022

Mi hija me odia, me lo dice mientras revisa tik-tok.

Los ojos fijos en la pantalla, parece no registrar mi reacción, pero es solo apariencia, veinte años de crianza me han adiestrado para percibir cada alteración de su respiración, su mirada lateral, casi de pez.

Me odia, las razones vienen en la bajada que dilata, mientras de un gesto hace una pasada por instagram. Se remonta a una conversación a sus doce años, en que le anuncie que me iba a separar de su padre, sin más desarrollo, esa es la razón, destruí su ideal de familia.

No me esperaba el tema, pero como en los duelos del oeste mantengo la sangre fría, dejo pasar el viento por la sala y espero que siga hablando, solo amor de madre. Agrega que ahora mismo ya no me odia, pero que se demoró en superarlo. Me dice que necesita un psicólogo para trabajar su infancia y que le busque uno presencial, no confía en las consultas on line.

Su pelo es hermoso, aleonado, para su cumpleaños se convirtió en colorina, un maquillaje de diva del pop, se mueve felina mientras no para de hablar. Estoy orgullosa de que no sea nada parecido a lo que yo soy o fui, es su propia versión de todo en la vida, no es que yo me sienta disconforme conmigo pero me gusta su originalidad, su descaro, su forma de manipular a la gente, todo eso que a mí no se me da.

Le ofrezco una cerveza y me preparo un gin tonic, le escribo por wassap a una amiga psicóloga pidiendo referencias de alguien que se maneje con jóvenes, o al menos que se lleve bien con ellos, me da un nombre, es mujer, eso es bueno, ahorra explicar muchas cosas.

El sol de invierno ilumina todo, me miro en el ventanal y la veo a ella en el segundo plano, nuevamente absorta en su celular, la recuerdo niña caminando conmigo por el parque, jugando, descubriendo el mundo, libre, la crie libre, ahora anda midiendo sus fuerzas.

Nadie pasa indemne por la infancia ni la juventud, así que trato que la vida le sea benigna pero sin falsear el escenario, fuera de esta casa la cosa puede ser más ruda y tiene que estar preparada.

Abro la puerta y es Marta, la pareja de mi hija, es cariñosa conmigo, una buena nuera, llevan varios años desde el colegio, la conozco desde pequeña, así que cuando me informaron que estaban juntas no resultó casi sorpresa, pero su padre, al que adora, resultó ser homofóbico rabioso.

Nos sentamos las tres en la terraza a ver caer el sol, como en las películas antiguas, presagio del final feliz, pero siento que no me gusta la imagen y que también es momento de pensar en mi vida, que más allá de lo que dice mi hija no está terminando si no mutando a otro espacio distinto.

Mi hija bromea sobre en qué asilo de adultos mayores me va a internar en el futuro, sonrío, terminó de un sorbo el gin y decido salir a caminar. Será un prejuicio pero aún nos separa el mundo de los adultos con sus cargas y ventajas, aunque ella se va sumando cada vez más a las ventajas.

Me siento en un café y pido sin culpas un buen plato carnívoro, mi casa es un santuario animal, reviso mis correos, paso por las redes, en realidad estoy dando vueltas para llamarlo, me animo y le envió un mensaje, no me responde.

Hace ocho años que debía llamarlo, pero ya saben, mi hija me odiaba y no hacía falta una declaración de media tarde para entenderlo, así que la separación se convirtió en una intensa vida madre hija y no se abrió a una nueva relación.

No es inocente el café en el que estoy, queda frente a su casa, lo ingenuo es esperar que el atraso de años me lo perdone por un breve mensaje de texto, me sirven y saboreo un atún sellado, infantil, vigilo la pantalla por si hay respuesta, nada, era mucho pedir.

Para pasar la pena pido postre, algo que le ponga dulce a la vida, guardo el celular, tomo un café con lentitud, pienso en irme de vacaciones sola, algo que no he hecho y quiero sumar a mi lista por hacer, empiezo a buscar destinos en pantalla, el algoritmo me empieza a mostrar ofertas de lugares que re abren a masas de turistas, creo que busco algo más tranquilo.

Pago y salgo a la calle, la gente circula animada, enmascarados pero felices, justo frente a mi lo veo, por lo visto sigue ensayando los viernes, lleva su guitarra, veo sus ojos sonreír, cruza la calle, me abraza, me habla como si nos hubiéramos visto ayer, entramos al café, nos miramos en silencio, nos reímos.

Le mando el contacto de la psicóloga a mi hija, creo que eso va para largo.



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