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Foto del escritorPaulina Correa

DEBER

La alfombra era áspera , el roce hería su espalda.

La mirada fija en el techo, en las luces, todo va a pasar rápido, pero parece eterno.

Piensa en su familia, en su deber, se queda ahí inmóvil.

Cada arremetida es más dolorosa que la anterior, siente que el corazón va a reventar.

El hombre se mueve sobre ella, está en otro espacio, pero sobre ella.

Sus gestos, sus jadeos son de otra historia, una en que lo que está pasando es normal.

El olor del hombre le da asco, sobre todo el de su boca, cuando trata de darle algo que no es un beso, es un gesto animal.

El hombre le hunde las uñas en la carne, le grita indignado por su inercia.

Ella mira los muebles, las carpetas sobre la mesa, trata de no verlo.

Se había quedado a trabajar hasta tarde, la oficina ya vacía y el dueño ahí.

No hubo preámbulos, la tomó sin aviso, la amenaza fue clara, no había vuelta, en su casa nadie más tenía empleo, era eso o la calle.

El hombre al fin termina la faena, se queda echado sobre su presa, ella no se mueve, no habla, la oficina se llena de un olor ácido.

Cuando el hombre se levanta ella se encierra en el baño, el agua por los muslos, por el pecho, el agua helada, unas gotas de sangre se cuelan de la entrepierna, los ojos marchitos en el reflejo del espejo.

No hay suficiente agua para lavar lo ocurrido.

Se viste, la ropa medio destrozada por el forcejeo, se queda ahí inmóvil.

El hombre la apura, hay que cerrar, actúa como si fuera otro día, como si nada hubiera pasado, salen a la calle, fuera todo sigue en su ritmo.

Ella quiere gritar, pero no puede, él le da a entender que habrán otras veces.

Él parte, ella por fin llora, comienza a temblar en la vereda, las piernas no le responden, no sabe como llegar así a su casa.

Mira el teléfono, hay un mensaje de su madre, que pida un anticipo.

Siente el bus que se acerca, cierra los ojos y se lanza a su paso.


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