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  • Foto del escritorPaulina Correa

EL PADRE

Mi padre está sobre la acera, los ojos cerrados, su rostro no refleja nada, el abrigo está manchado de sangre, su cuerpo en posición fetal, el maletín a su lado, ha muerto, la hemorragia abrupta se lo ha llevado, hoy no llegará al comparendo, su cliente lo maldecirá, el actuario registrará la ausencia del abogado y fijará nueva fecha, solo eso ocurrirá.

Mi media hermana ha subido a mis redes sociales una nota, “papá ha muerto”, es toda la comunicación que tendré de ella.

La sala donde lo velarán está vacía, la recorro por inercia, leo avisos de actividades pasadas, un hombre se me acerca y me pregunta si soy familiar, asiento, no tengo ganas de hablar, pero él sí, me pregunta de qué logia era, no sé, me pongo a llorar porque no sé, no sé nada de su vida.

Tengo retazos de historias de mi niñez, pedazos con los que he armado una relación que no existió, un afecto de utilería, algo a lo que asirme para pretender que alguna vez tuve una familia, o un padre, pero el hombre sigue presionando y no sé qué responder.

Afloja el interrogatorio, asume que estoy en shock, me da agua, habla de la ceremonia, al final se aleja molesto por mi silencio.

Los hombres de la funeraria entran con el ataúd, me acerco y levanto la tapa, veo su rostro, los rasgos tan parecidos a los míos, aún no tiene ese aspecto lejano de los muertos.

Entra mi medio hermano, se ve perdido, nos abrazamos, no decimos nada, soy mayor, por diez años, es un hombre adulto, pero parece un niño, tomo su mano y nos sentamos frente al féretro, acaricio su cabeza y pienso en que cuando nació lo quería muerto.

Comienza el desfile de gente, la mayor parte no me conoce, yo salí de su vida cuando me abandonó o cuando mi madre lo expulsó, depende la versión, en la entrada vislumbro a mi media hermana, lleva del brazo a una mujer, asumo que es su madre.

Mantenla lejos de mí, le digo a Mario, él se para y la lleva a un rincón de la sala, yo me quedo junto a mi padre, no le doy el paso, me quedo ahí, impongo mi presencia.

Un año antes de morir mi padre me citó en un bar, asumía que le quedaba poco, bebimos lentamente, con largos silencios, me miraba con esos ojos tristes de siempre, al final solo dijo perdóname.

Luego, como si fuera natural me encargó cuidar de Mario, encontraba que perdía el rumbo y en cambio yo tenía todo controlado en mi vida, eso creía él.

Mario y yo nos parecemos, misma profesión, la de nuestro padre, alcohólicos, como nuestro padre, incapaces de tener una pareja, una familia funcional, como nuestro padre, nada que una buena terapia no pueda mitigar, así que hoy estamos acá los dos, casi normales.

Solo que nuestros encuentros tienen siempre tres partes, primero hablamos de trabajo, somos obsesivos, ambos, lo hemos descubierto detallando tecnicismos, procesos, anécdotas de tribunales, luego ablandamos y pasamos a lo personal, posibles parejas, desilusiones, subimos en la curva del entusiasmo y finalmente hablamos de nuestro padre, nada concreto, Mario a ratos desliza información que recojo como verdaderos tesoros, qué le gusta comer, cómo es en las audiencias, que una vez ganó la lotería hace años, su chaqueta preferida, reconozco que al principio ese era mi pago por cuidar de él , recibir migajas de la vida del padre ausente.

Como contrapartida a veces salía de la cita al debe, Mario a veces contaba historias que yo terminaba envidiando y me esforzaba por no hacerlo evidente, al final ellos vivían en familia, hasta los detalles más banales para mi eran un mundo inalcanzable.

La madre de Mario había llegado como cliente, mi padre había comentado en nuestra casa que le había coqueteado descaradamente, luego no comentó más, hasta que un día llegó contando que la mujer esperaba un hijo de él, Mario.

Mis padres se divorciaron y él se casó justo para el nacimiento del nuevo hijo.

Mi madre me dejó con sus padres e hizo su vida aparte.

A los diez años quise que Mario muriera, ahora llora en mi hombro.

Por un instante salimos a la calle, respiramos el aire de invierno, Mario me mira muy serio y comienza a hablar, todo lo que tenía nuestro padre lo traspasó hace años a su mujer, se pone a detallar los aspectos legales, pero yo ya no oigo lo que dice, solo recuerdo ese último “perdona”.

Abrazo a Mario, quizás sea la última vez, no sé, lo dejo ahí frente a la puerta mirándome partir, calculo las cuadras hasta el bar más próximo, beberé a la memoria de mi padre.



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