Realmente no quería salir, costaba tanto que lo entendieran, como si ellos no hubieran pasado lo mismo alguna vez, así empezamos mal, obligándolo a uno a hacer lo que no quiere, a sacarla por la fuerza. Nadie podía haberme discutido que estaba más cómoda en mi espacio, que podía dormir en un largo baño caliente, no había muchos ruidos molestos, bueno, salvo las discusiones que se oían de tanto en tanto, no tenía que compartir ni verme obligada ver a nadie, podía pasar largas horas sin pensar, con la mente en blanco, un papel sin nada escrito, en fin, era casi el paraíso.
Esa mañana sentí discusiones afuera, agitación, un pulso rápido en todo el ambiente. Era el desalojo, lo presentía, me vino el pánico, claro, el mismo que iba a sentir desde entonces de vez en cuando, enfrentarme a los desconocidos, y enfrentarme a los que sí conocía y no tenía muchas ganas de ver, a mis padres, a mis parientes.
No es que tuviera prejuicios, obraba con conocimiento de causa, los conocía tan profundamente como ellos no podían sospecharlo, me sobraba el rechazo de mi padre, la neura de mi madre, la compasión de algunas frases, solo el silencio y la mano tranquilizadora de mi abuelo materno, un gran tipo, y el magnetismo callado de mi abuela me convencieron de que debía salir, no había vuelta, mal que mal alguna vez uno debe madurar, dar un paso adelante, ver la luz, ser alguien. Me relajé lo más que pude, puse todo de mi parte y finalmente nací.
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