Tengo cincuenta y cinco años, lo pienso, es un dato más de mi vida, estoy repasando lo que creo saber de mí, a ver si logro construir algo nuevo. No es una crisis, tampoco el efecto trasnochado de un libro de autoayuda es solo el deseo de ordenar, reparar, orientarme, me aburrí de ser quién soy.
Parece el peor momento para tener gestos refundacionales, para ponerse existencial, pero como no habrá segundas versiones de mi vida, decido dar el paso.
Tengo un gato, eso es algo reciente, ahora me mira enigmático, pero hoy yo estoy más críptica que él. He decidido que el gato se queda en mi nueva versión.
Con la pandemia existen muchas restricciones para moverse de un lugar a otro, salvo los movimientos al interior de mi departamento, lo demás está todo reglado, el barrio, la ciudad, los comercios, la salida de la región o el país, no somos libres de elegir, hoy puedo cruzar la vereda a comprar el pan, mañana debo llenar un formulario para salir o quizás lo tenga prohibido.
En este contexto la idea de irme ha surgido como todo un desafío. Me sumerjo en la web para buscar mi nuevo lugar. Preferiría el norte, ojalá frente al mar, voy precisando y apunto a Iquique, conozco la ciudad, es lo que busco.
Varias horas después tengo posibles lugares para arrendar, hago llamadas, a tono con los tiempos me piden entrevistas online, desde luego miento, me preguntan la razón del cambio de ciudad y doy la respuesta correcta, por trabajo, subo los archivos de renta, de empleo, al final llegamos a acuerdo, tendré un departamento frente al mar, un piso que queda sobre la línea de tsunami, todo previsto.
Bajo a la bodega, de a poco voy armando lotes, uno que quedará librado a nuevos dueños, otro en que hay retazos de mi vida, recuerdos de infancia, van apareciendo frustraciones, fotos que duelen, ropa que nunca fue conmigo, objetos en los que estaban cifradas esperanzas y que terminaron ahí olvidados o escondidos. Me quedo largo rato con pedazos del pasado en las manos, en tantos años se acumula lo que uno pudo ser y no fue, lo que fue y no quiso ser, así decido acelerar el proceso y pongo en bolsas la mayoría de las cosas, no les doy el momento para interpelarme.
Subo mis maletas y comienzo a guardar lo que me llevaré, sobre la cama observo la ropa, no hay un sello personal, tiene esa lograda neutralidad que promovían en mi trabajo, lo corporativo, una formalidad obsoleta. Dejo a un lado todo lo que huele a obligación, calculo que toda mi vida se va a trasladar en veinte kilos de equipaje y una caja para gatos.
Entro al portal de permisos y elijo con gran ceremonia el que dice mudanza, solo permite la ida y no la vuelta.
Doy aviso al arrendador, un correo formal, tengo todo pagado, le dejo los escasos muebles que tenía, mi casa solo era un lugar para dormir tras largas horas de trabajo.
La maleta en el auto, mi gato en su caja, serán varios días hasta Iquique, odio los aviones, amo la soledad del desierto, parte de mi pasado lo están cargando frente a mi en el camión de basura. No queda más que partir.
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