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Foto del escritorPaulina Correa

Maletas

Desde la bolsa de malla se escapa una pequeña pierna terminada en un zapatito rojo, apretujada contra la tapa de un libro de cuentos. Mi muñeca se enreda con un viejo pijama azul que nunca me gustó. La bolsa se tambalea junto a una maleta que solo había visto en las vacaciones, pero que ahora no tenía olor a mar.

Mis pasos cortos, tras los largos y rápidos de mi madre, sus altos tacos llevan un equilibrio perfecto, con la cadencia elegante y perfumada que la caracteriza.

Sentía frío, mi abrigo no surtía efecto. Un ratón de madera se aferraba al cuello de terciopelo, su cola de viruta enroscada parecía darme una señal de alerta que yo no quería ver. En la esquina, la tienda de dulces todavía estaba cerrada, era muy temprano.

En mis manos la presencia fiel de mi tortuga, en una caja junto a un pedazo de lechuga. Ella se aventuraba conmigo a lo desconocido. Por uno de los agujeros de la tapa veía su carita seria pero cercana.

En la calle Nueva York los adoquines aún tenían gotas de rocío mañanero, un inmenso taxi Ford lloraba en pequeñas cascadas. Las bolsas se perdieron en el maletero, al punto de verse diminutas, de parecer insignificantes, tal como yo, sentada en el asiento trasero, los pies colgando, con mi amiga en el regazo. No hubo palabras ni comentarios, mis ojos vieron desaparecer el centro, la Alameda, los juegos Diana, el cine Metro. Los colores se hicieron desconocidos, la carretera se abrió eterna.

La casa de los abuelos lucía distinta, la puerta se abrió de otra manera, y yo avancé callada por el corredor. Esta vez no era una visita, la abuela me sacó el abrigo y me puso un delantal de cuadritos rojos. Juntas comenzamos a guardar mis cosas.

Mi madre pasó su mano por mi frente, sentí la helada presencia de sus anillos, y su voz que se despedía. Busqué sus ojos verdes, pero ya su pelo brillaba al sol y su figura se alejaba liviana y libre.

Abrí la caja y acaricié mi tortuga. Una lágrima, la primera, cayó sobre su cabeza, ella calmada no se escondió en su caparazón, su pata se hundió en mi palma y nos quedamos sentadas juntas hasta que atardeció.



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