Durante años tuve un adiestramiento eficiente para evadir la vida, hoy me sirve para no ver la muerte.
Son las siete de la mañana, no suena el despertador, no es necesario, por el ventanal se ve la luz rojiza del amanecer tras la cordillera.
Los edificios se van dibujando, algunos espacios vacíos, oficinas, comercios. En otros seguramente hay movimientos imperceptibles, otros seres humanos despertando.
La rutina es fundamental, siempre lo fue.
Recuerdo esas mañanas de infancia en que me levantaba para no ir a ningún lugar.
Saltaba de la cama y empezaba las labores del día.
La casa no era grande, pero a los cinco años lo parecía, una población de viviendas sociales de los años cuarenta, un lujo hoy, tres veces el tamaño de las que entregan, materiales de verdad.
San Bernardo era aún un espacio rural en cierto modo, el patio alcanzaba para un parrón y lo mejor era salir ahí en la mañana y comenzar a barrer las hojas, observar los árboles llenos de rocío.
Recuerdo la felicidad de mirar el cerezo en flor, las abejas afanadas en cada rama, las gruesas gotas de resina que brotaban de su tronco, al final las cerezas cada vez más rojas.
Hoy me levanté y regué las plantas del balcón, examine sus hojas, espere a su lado que la luz hiciera visibles todos los rincones.
Luego comencé las minuciosas labores de aseo, desde que todo esto empezó han cobrado además nuevos significados, la diferencia entre contagio y enfermedad, entre vida y muerte puede estar detrás de una mopa con cloro.
Desde niña los pisos me daban grandes satisfacciones, las tablas del piso de la casa eran delgadas y alargadas, seguramente sin pensarlo cada listón tenía un color distinto, natural.
Eran épocas en que lo natural no era un lujo, sino simplemente lo que había, luego de terminar el primer piso iba por la escalera escalón por escalón sacando brillo.
La escalera era un espacio poco concurrido por mis abuelos, cada uno ocupado con sus tareas, así se volvía un punto privado donde llorar.
El sentimiento, el llanto, era un acto reflejo, algo que no obedecía a una larga reflexión, no era el momento culmine de la toma de conciencia de mi situación, simplemente era.
Luego, meticulosa, secaba las manchas en la madera, tomaba la escoba y comenzaba a hacer el aseo de la cocina.
Ya son cerca de las ocho y media, mis hijos duermen, durante la cuarentena no tienen nada que hacer.
Yo en cambio ya me he conectado al computador y con eso a mi vida, en minutos otros como yo van a buscar alivio en su teletrabajo, una sensación de que los temas que ahí se discuten son aún relevantes, y que ellos y yo no estamos amenazados de muerte.
La casa de mis abuelos tenía un diminuto antejardín, unos rosales y a veces unos pensamientos que luchaban con el sol y el polvo de cemento que volaba de la fábrica de tubos de enfrente.
Todos aspirábamos ese polvo, la casa, los muebles, las plantas y nadie lo cuestionaba, solo pasábamos el paño por todo varias veces al día.
La reja del antejardín estaba cerrada.
No parece importante, pero lo era, eso marcaba una decisión de mis abuelos de no salir y de no dejar a nadie entrar, justo como ahora, una especie de cuarentena personal ante la vida, así año tras año, la reja solo se abría para escasos trayectos.
El almacén de la vuelta, la carnicería, la feria, y mi colegio.
Hoy en esta parte de la ciudad los paquetes llegan sellados y en bolsas, los dejan en la conserjería del edificio, no veo al que se arriesga en el trayecto, al que toca todo y me da una ilusión de normalidad.
Son las once y media, he escrito largos correos, he estado en reuniones virtuales en que todos lucen tranquilos y hablando de planes y metas como si no hubiera pandemia, sigo el juego, es lo que se espera, de soslayo miro la punta de mi pantufla que luce ya sucia e imagino los pies de los demás, sonrió.
Cuando mi madre se casó a escondidas y dejo la casa, se produjo el primer cierre de la reja, mis abuelos cayeron en silencio, los muebles perdieron sentido, el día a día se lleno de cosas que no se usarían más.
La vergüenza, la pena, llenó los espacios y nunca más hablaron con los vecinos.
Habían hecho todo para que pudiera estudiar, para que tuviera esa salida que ellos no habían tenido, el conocimiento, la profesión, ante esos ojos obreros era el escape a pesares de los que nunca hablaban.
Pero para su hija en ese mundo nuevo no encajaban sus padres y al mirarse en el espejo descubrió que podría con cuidado pasar como otra más, o al menos eso creía.
Estoy en el computador, casi termina mi jornada de la mañana, mando unos archivos y me levantó a la cocina.
Comienzo a picar la cebolla, mis hijos están comenzando a despertar y se asoman a verme, yo pico con destreza, en un momento veo en las mías las manos de la abuela, morenas, venosas, ágiles, manos que convertían todo en cálidos alimentos, preparo la paila, todo se vuelve un ir y venir por la cocina,
tengo poco rato antes que deba de nuevo sentarme al computador y dejar de ser mi abuela.
Los niños comen animados, es el momento del día que compartimos, ese que da la idea que nada pasa, el rito del almuerzo puede exorcizar por un rato el mal que flota en la calle.
En el último mes los he visto más, he notado matices y hábitos que no había percibido, antes yo llegaba tarde y ellos conectados a sus equipos en realidad no estaban en casa, ahora hemos tenido que hablar.
La reja se cerró de nuevo el día en que mi madre me fue a entregar, en una pocas bolsas venía mi escueto pasado y luego de una conversación con los abuelos partió.
Mis padres se habían separado, un raro experimento entre un joven profesional de buena familia que decide ser revolucionario y una joven de clase obrera que decide ser arribista, el revolucionario me dio un beso en la frente y partió tras su causa, mi madre me dejo con los abuelos e inició su vida sola.
El temor a que yo fuera en algo parecida a mis padres cerró también los postillos de las ventanas y corrió los visillos a perpetuidad.
Son ya las dos, lavada la loza, luce impecable.
Tomó un tazón de café y me preparo a escribir un informe, lo esperan para hoy, torrentes de adjetivos, sustantivos, ilativos, conectores, una catarata que concluye, cuando el correo parte para que alguien a su vez en su casa empiece a decorticarlo y pasar su tarde en ese pedregoso texto.
El ropero estaba cerrado hacía años, al abrirlo los libros resbalaron por decenas y sentí que había encontrado un tesoro, olvidados desde la época de universidad de mi madre, ese fue el golpe de suerte de mi infancia.
Ha terminado la jornada, me desconecto de la plataforma de mi oficina, voy a mi pieza, ahora abro mi ropero y ahí están los libros, mis libros, y como entonces en la escalera de los abuelos me siento en el piso y me pongo a leer, está probado, así cruce rejas y puertas de niña, ahora cruzo a espacios inmunes y distintos, mundos en que los protagonistas tienen otras preocupaciones que una pandemia mortal.
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