Ingrid Guzmán Riveros
- entre parentesis
- 4 ago
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Ingrid Guzmán Riveros es primero lectora, luego ingeniera, divulgadora cultural y, cuando el azar se lo permite, escribidora de cuentos inquietantes y de una novela que va en su cuarto proceso de reescritura. Desde ahí extrajo y adaptó el capítulo acá mostrado.
Participó participado en varias antologías, hasta que por fin se decidió a recopilar en un libro de cuentos parte de su obra: “Un muerto en el sofá”. Fue publicado por Editorial Cuarto Propio el año 2024.
La pueden encontrar haciendo recomendaciones literarias en Instagram (@Ingrid_LeeYEscribe) y conversando con escritores en el programa “Miércoles culturales” de LDP Magazine.aaaaaaaaaa

EL RELATO DEL ABUELO (ADAPTACIÓN)
Cada vez que su abuelo, presa del calor sofocante del verano santiaguino se pasea sin camisa, Beatriz se queda pegada observándole la cicatriz que le cruza de lado a lado la barriga. Se la roza con su dedito, sintiendo toda esa piel apelotonada y suave a la vez. El Tata, incapaz de negarle algo a su nieta menor, se deja tocar. Ella pone cara de duda y le dice: Tata ¿es cierto que esta cicatriz te la hizo un tigre?
El abuelo sabe lo que pasará si no responde, habrá una mosca preguntando pegada a su oreja. Respira profundo, se sienta en su mecedora pensando Aquí vamos de nuevo. Empieza la narración contada una y cien veces.
Pon atención Beatriz que no la voy a repetir; mientras su pensamiento en silencio refuta Mentira, lo contarás cada vez que sus ojos lo pidan. La niña se sienta en el suelo frente a su abuelo con las piernas cruzadas y se prepara muy erguida para escuchar, convencida que tiene pose de bailarina de ballet.
>>Aprovechando el viaje a Brasil, me fui a recorrer la selva amazónica con el mapa de una caminata guiada, que incluía pasear entre árboles gigantes como edificios, avistamientos de insectos enormes como hombre, varios animales exóticos tales como: salamandras de dos cabezas, chanchos con alas, pingüinos de cuatro colores. El final glorioso esperado era la última reserva de pájaros dodos en estado salvaje. Incluso, si tenías suerte, podías encontrar en la reserva, un huevo de dinosaurio, como le pasó al tío Sebastián.
¿El tío Sebastián todavía tiene el huevo de dinosaurio? Yo lo quiero ver. Beatriz pone los ojos muy abiertos. No, se lo robaron en un viaje que hizo a Turquía. Suspira el abuelo, mira hacia arriba pensando por qué se le ocurrió decirle lo del tío. ¿Y pudiste ver a los pájaros Dodo? Acomete veloz la curiosidad de la niña. ¡Déjame que cuente la historia Bea!
>>Me compré una mochila que llené con botellas de agua, fruta y algunos sándwiches. Conseguí un guía que también era el cargador: un negrito oscuro como sombra, con dientes blancos y sonrisa luminosa llamado Bongani.
¿Era simpático el Vujani ese? La nieta trata de imaginarse como sería el negrito, lo piensa igual a los de las películas de Tarzán. B-O-N-G-A-N-I, Bongani no Vujani. Deja ya de interrumpirme. El Tata pone los ojos en blanco, se demora un poco y retoma la historia poniendo voz de misterio.
>>Me adentré en la espesura con gran valentía, adelantándome al guía. Me sentía como un explorador del nuevo mundo, con machete en mano abriendo paso entre las matas de tamaño imposible y las telarañas gigantes como cuerdas de barco.
>>El aire era denso, húmedo, caluroso y lleno de mosquitos. Había olor a podrido, a tierra descompuesta, pero también a hierbabuena y frutas tropicales. Transpiraba tanto que se iba haciendo un pequeño río a mi paso, con eso Bongani no me perdía de vista. Me escocían los ojos por lo que dejé de mirar el mapa y obsesivo seguí metiéndome más y más en la espesura. La selva estaba llena de ruidos, que se sumaban y mezclaban entre sí. Pero yo soy tan valiente que no me asustaba por tan poca cosa.
La niña infla el pecho tanto como ve hacer a su abuelo. Lo imagina con una capa como la de Superman.
>>De repente, una banda de loros arcoíris pasó volando en dirección contraria. Los miré perderse en las alturas. Después les siguió un grupo de avestruces planeando rasante hacia el mismo lado, casi me arrancan el sombrero de tan bajo que pasaron en su vuelo. Luego, otro montón de pájaros seguidos de un tropel de animalejos pequeños y medianos, peludos, pelados, con escamas. Todos volando sobre mi cabeza o corriendo al revés del sentido de mi camino. Bongani desde atrás me gritaba en su dialecto exótico, tan impronunciable que para mí era chino.
>>Estaba cansado, hambriento, empezaba a sentirme mareado. Casi me desmayaba. Me saqué la mochila para descansar un rato y aproveché de tomar bocanadas rápidas de aire para recuperarme. Sin verlo venir, algo me dio un golpe fuerte contra el tórax, tan potente que me tiró al suelo. De la nada quedé de espaldas en la tierra húmeda con algo pesado aplastándome el pecho. Un rugido llenó el espacio, taladrando mis oídos: Un enorme tigre de Bengala de más de 2 metros estaba sobre mí.
¿De dos metros? ¿No se supone que era más grande? Ante la cara de “no te creo” de su nieta el abuelo decide hacerle caso. Claro, claro, tienes razón. ¡Era de 4 metros! ¡Y para de interrumpir!
>>En eso aparece Bongani sentado sobre un canguro negro con manchas azules, gritando en bengalesi al tigre. Este, al verlo, de un zarpazo lo derriba, dejando libre al canguro. Luego se acomoda dejando una pata encima de cada uno de nosotros: a mí sobre el pecho y al negrito medio ahogado con la garra sobre su cabeza.
>>El tigre lanza entonces un rugido de esos de película de la Metro Golden Mayer ¡GRrrrrrrroar!, dejándonos claro que él es el dueño del lugar. Nos mira a uno y otro como decidiendo quién de nosotros es el almuerzo y quien el postre.
>>Por fortuna, recordé el machete en mi mano. Casi sin pensarlo, le tiré una estocada al tigre en su pata. Pillé a la bestia desprevenida, quien movió la manota hacia mí como espantando un mosquito. Me dio un tremendo ardor en la barriga, sabía que estaba sangrando pero preferí no revisarme. Aproveché ese descuido del animal para rodar sobre mí mismo alejándome lo más posible del peligro.
>>El tigre no soltaba a Bongani. Miraba curioso al juguete afilado en mis manos y luego se volvía a mirar a la presa que ya estaba en sus garras. Se acomodó caminando sobre el pobre guía como gatito pequeño, midiéndome a la vez con los ojos. Pensé El tigre no me está atacando. Se sentó sobre sus cuartos traseros mientras se lamía la herida. Su cuerpo quedó con todo el peso sobre el esquelético negrito. Lo único que quedaba libre era la cabeza, justo para dejarlo seguir gritando: ¡KUSAIDIA! ¡KUSAIDIA! El grito molestó al tigre tanto que se levantó y arremetió contra el cargador, abrió el hocico y se zampó la cabeza de Bongani.
>>Recordé que yo era y sigo siendo muy valiente. Me dije a mí mismo: Eres Roberto Gamboa, no te asustarás de un gato por muy grande que sea. Me acerqué rápido, di un salto que parecía que estaba volando y caí sobre él descargando el machetazo más fuerte de toda la historia humana, directo contra su cuello. ¡ZAAAASSSS! ¡ARGHh… uuuuuu!
>>Poco a poco la bestia se calló, mientras salía a borbotones la sangre desde la rajadura formando un lago rojo donde quedó hundido Bongani.
>>Recién en ese instante me acordé del ardor. Bajé la cabeza para verme el vientre. Para el tigre fue sólo un arañazo, pero yo quedé casi partido en dos y vivo solo de milagro. Antes de desvanecerme por la pérdida de sangre, le di un castigo póstumo a mi enemigo. Le abrí el hocico, le arranqué a machetazos los colmillos y liberé la cabeza aplastada de Bongani. Me arrastré con mi tesoro hasta dónde dejé mi mochila tirada. Saqué mi botiquín de primeros auxilios, ahí tenía hilo y aguja. Me metí los colmillos en la boca para no gritar mientras me cosía la panza.
De recuerdo de esa aventura me quedó esta marca y, por supuesto, los dientes del tigre, con los que hice que me armaran un collar. El que le traje a tu abuela para que vea lo fuerte que yo soy y que siempre estaré para protegerla.
Beatriz nunca se cansa de escuchar la historia. ¡Ese es SU abuelo!, piensa orgullosa con el pecho inflado. Lo que no le cuadra en la cabeza, es cómo su tata fue capaz de enfrentarse a un tigre gigante, pero no se sube a un avión de puro miedo que le da. Es raro mi abuelo, pero grandioso. Piensa Beatriz.
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