Había que recoger las amarillentas hojas que cubrían completamente el jardín, antes que la “Sole” y la “Strega”, mis mascotas, hicieran de esta alfombra su lugar de juegos.
También había que cosechar las nueces, los higos, damascos y la uva tardía de los parrones.
Habíamos elegido esta casa-quinta justamente por la cantidad de árboles frutales que tenía, claro que nunca nos imaginamos que tendríamos tanto trabajo para mantenerla. En todo caso estábamos contentos con nuestra adquisición, no nos quejábamos. En verano disfrutábamos la piscina, las comidas al aire libre y las siestas en cómodas hamacas. En Invierno nos cobijábamos al lado de la chimenea, podíamos encenderla ya que habitábamos muy lejos de la ciudad. En primavera disfrutábamos las plantas y flores que nos ofrecía el lugar, solamente en otoño el trabajo era arduo, había mucho que hacer.
Mario era mi segundo marido, nos habíamos conocido en México y después de algunos años decidimos vivir juntos y regresar a Chile. El instaló una lavandería en el centro de la ciudad y yo comencé a trabajar en la Embajada Italiana. Nuestros hijos, (los suyos y los míos) se quedaron en el país de acogida realizando su propia vida. Solamente mi hijo menor decidió reintegrarse en su país de nacimiento.
De México queríamos traer hasta el aire, sus colores y sus olores habían sido tatuados en nuestra piel. Habíamos disfrutado la calidad humana de sus gentes, y con tantos años vividos allí hasta teníamos nietos y sobrinos mexicanos. Pero la ansiedad de regresar nos obligó a cerrar las maletas que durante años no se abrieron, “¿para qué? Si pronto nos regresaríamos….” Era la típica frase que se escuchó durante mucho tiempo entre los refugiados chilenos, los años pasaron y el retorno no llegaba nunca.
Llegamos a Chile un frío primero de mayo, el otoño había comenzado. No teníamos familia directa que nos recibiera en el aeropuerto como a otros. Con tristeza vimos como nuestros compañeros abrazaban con emoción a sus seres queridos. Eran reencuentros postergados durante años.
Los primeros meses los vivimos en un Apart Hotel. Pronto rentamos un departamento en las Torres de San Borja. Desde allí comenzamos la cotidianeidad de nuestra nueva vida. Mario había conseguido trabajo en la empresa mexicana que tenía una filial en Santiago. Mi hijo menor, estudiaba para entrar a la Universidad. Mi primer trabajo, durante el primer año del retorno, fue la elaboración de la biblioteca de Hernán Ramírez Necochea cuya Fundación estaba a cargo de las Naciones Unidas. Pronto Mario se dio cuenta de que podía adquirir una lavandería y dejó su primer empleo para dedicarse por completo a la limpieza de ropas. Fue entonces que decidimos cambiarnos a una casa más grande, con árboles frutales y muchas flores.
El retornado entiende que los que se quedaron en el país tienen una vida y un tiempo distinto, vivieron en constante demanda por su subsistencia. El miedo inconfesado al reencuentro se produjo al estar con una de mis amigas de infancia que con mucha valentía y coraje se quedó viviendo en el país. Al vernos después de catorce años de ausencia, me hizo sugerencias acerca de mi “exilio dorado”, herida abierta hasta el dia de hoy.
Entre mis amigos hubo quienes insistían en no saber lo que estaba pasando en el país, era surrealista pensar que la gente que vivía afuera supiera más acerca de lo que sucedía dentro. Finalmente, algunos antiguos conocidos daban vuelta la mirada cuando me veían, eso me produjo un gran dolor, sentí que estaba contaminada y deseé ardientemente regresar a mi país de exilio.
Era imposible hacer como si los años no habían pasado, la ciudad era diferente, teníamos los recuerdos del ayer impregnados de nostalgia. Se habían demolido algunos edificios para levantar otros más modernos. Cuando nos fuimos se estaban construyendo las líneas del metro, ahora el metro estaba funcionando! Ya no existían las provincias, ahora el país se dividía en regiones. Algunos nombres de calle no me gustaron, como “Once de Septiembre”. Quizás por qué razón quienes podían venir a Chile, no incluían esta información.
Pero teníamos por fin nuestra cordillera que mirábamos enternecidos cada mañana. Caminar por calles que, aunque distintas, tenían la misma esencia era algo que nos alegraba el alma. Y qué decir de las degustaciones, esas comidas tan anheladas y que por falta de ingredientes no podíamos elaborar en el país de acogida.
Nuestras familias están divididas por el mundo, nietos que solo hemos visto crecer gracias a la tecnología y escuchamos sus voces sintiéndolos tan cerca, aunque estén tan lejos.
Y aquí estamos, con nuestros recuerdos, con nuestros dolores de antaño, plasmando en algunas hojas la experiencia vivida, para que ésta no se desvanezca en el aire.
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