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Foto del escritorLeonel Huerta

Las perras, pastores(as) alemanes(as), viven en la casa A. Los otros, los mestizos, viven en la casa B. Primer signo de desigualdad: A y B; de ahora en adelante todas serán A. Los pastores alemanes, perros de alto grado de inteligencia; de baja tendencia a babear, ladrar, roncar y excavar; guardianes y defensores del terreno donde viven; canes ordenados, comen en las horas correspondientes, no andan tras la comida como hambreados; obedientes y listos para defender al amo(a) ante la más mínima sospecha de peligro. En la otra casa están los dos chicos; ambos mestizos (no quiero decir quiltros), uno blanco con manchas negra y cola de ratón, el otro también pequeño de pelaje oscuro y cola tipo plumero con unos leves visos amarillos. Los mestizos viven ladrando a los pastores, apenas tienen la oportunidad de escapar, cosa que es seguida —los pastores no buscan escabullirse—, corren a lo largo de la reja. El ladrido agudo de los pequeños obliga a los de raza a usar, lo que pocas veces hacen, toda la gravedad vocal de un purasangre alemán. Así se pasan la vida, saltimbanquis caninos increpando a los feroces germanos; después de un rato vuelven a la casa A, sin antes dar una buena orinada a la reja de la vivienda A. Fue hace un año atrás, a eso de las cuatro de la mañana; pura coincidencia. La cuestión es que los portones de las casas se abrieron en forma sincrónica; por supuesto, los mestizos salieron a ladrar a los poderosos pastores… pero cual fue la sorpresa al ver que las rejas ya no los separaban; la pelea fue instantánea. Ninguno de los cuatro murió, los pequeños quedaron con varias heridas y los alemanes saborearon la sangre. En la casa del frente ahora hay ocho perros, nuevas crías; algunos blancos, otros negros: colas de ratón y plumero danzan en el patio. Salen todos juntos a ladrar, por más cicatrices que tengan, por más poderoso que sea el perro del frente, salen juntos a ladrar. Las pastoras, sin descendencia, miran con cara cansada; saben que contra un grupo tan grande poco pueden hacer.



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Foto del escritorLeonel Huerta

Actualizado: 24 may 2022

Ya lo ha dicho varias veces, en conferencias, punto de prensa y por televisión: el arribo de la vacuna será mañana. No ha podido dormir; cree, por un momento, que otra desgracia llegará a su Gobierno. Sabe que la popularidad del 7% puede subir sobre el 10%, si todo sale bien, cosa que lo tranquiliza; ya no espera mucho más. Encargó a todos sus asesores que se aseguren de que ninguna de sus empresas tenga algo que ver con el traslado del santo remedio; aun así, está asustado; ya otras veces se les ha escapado una acción mercantil por aquí o por allá; es que tiene tantas, y las triangulaciones. Ya no poseo memoria para recordar todo, piensa. Como pasó la noche en vela, solo se lava la cara; le dice adiós a su mujer que duerme en la otra pieza y toma un jugo de naranja. Llega al auto y se devuelve; otra vez sin mascarilla. Él, el Presidente de la República, el Ministro de Salud; el de Ciencias; la Subsecretaria de Salud Pública; el Ministro de Relaciones Exteriores, y otros tantos desconocidos, arriban al aeropuerto. Primero que bajen los turistas, después la vacuna. Entonces tiene que hablar; un buen circo necesita payasos: «Un momento de mucha alegría, de mucha emoción ver a ese helicóptero que lleva una esperanza […] contempla vacunar a todas las personas que están en situación de riesgo», (el enfermo crónico soy yo y este gobierno, medita). «Yo llamo a todos mis compatriotas a vacunarse con tranquilidad, con seguridad»; entonces aparece la locura. Se saca la chaqueta, ante la mirada atónita de los ministros, se levanta la manga de la camisa y pide ser el primer inoculado; como no le entienden, elimina la mascarilla; cinco millones más, no es tanta plata; todo sea por la Nación. Es un momento de máxima tensión, pero él insiste; tengo que ser el ejemplo para Chile. Los tres matinales transmiten la escena en todos los ángulos posibles; incluso hacen referencia al paletó, perdón, chaqueta marca Boggi Milano. Le dicen que es imposible. El berrinche llega a mayores y pide que las cámaras se apaguen; que él no está para hacer el ridículo.



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Foto del escritorLeonel Huerta

Actualizado: 14 dic 2021

El que golpea es un viejo con sombrero de película de los años cincuenta, de esas en blanco y negro. Mamá no dice nada, simplemente abre la puerta. El hombre se detiene por un momento en el dintel de entrada, sus ojos cavernosos examinan cada rincón de la habitación, su mirada se clava en el mueble de las fotografías por un largo rato. Mamá entra en la cocina, yo le sigo. No hables, no preguntes: me dice. Él ya está sentado en el sofá, enciende el televisor. Mamá le lleva un té, él no da las gracias, ella no espera respuesta. Hasta ahora no se han dicho nada. El viejo sin sacarse el sombrero se queda dormido con el control remoto en la mano. Mamá sale a la calle, la espera la vecina, se abrazan y luego caminan.

Algunas canas se dejan ver, su cara arrugada, dedos deformes, uñas negras, pelos que escapan de la nariz y las orejas. La ropa que usa es anticuada, pantalones oscuros con finas líneas blancas, una chaqueta de solapa desgastada y una camisa blanca de cuello opaco. Zapatos negros, sin lustrar, cordones deshilachados. Emana un olor a humedad, a humo, a pan con cebolla; a pobreza. Mientras duerme abre la boca, no tiene muelas, solo algunos dientes. Un lunar asoma en su cuello.

Mamá vuelve, yo la sigo, comienza a cocinar. No me mira. Ajena a mi presencia, saca las compras de una manera tan lenta que parece no tener ganas de hacer aquel trabajo. Abre cajones, toma ollas y prepara la comida. Enrepollado, es la cena para hoy, una combinación de repollo cocido, papas, carne y tocino. Es la primera vez que lo hace. Saca el mantel y servicio que solo usamos en Navidad. El Viejo, no es cualquier viejo. Está servido, dice ella. Él se pone de pie, todavía con sombrero. Camina al parecer con algo de dolor, porque a pesar de los pocos pasos que hay desde el sofá a la mesa, se toca varias veces la espalda. Sentarse también se torna un suplicio. Toma aire y huele, un gesto epifánico pasa por su rostro. El levanta la cabeza para mirarla, ella le quita la vista, pero al rato también lo observa.


Ambos sin quitarse los ojos de encima acercan la mano a la cuchara, como los vaqueros en un duelo. El viejo parpadea, mamá aún lo mira, mamá ha ganado. No entiendo nada. Le dice que puede quedarse en mi pieza, que yo dormiré con ella. Espero que no agarre mis libros, nadie los puede tomar. Es la primera vez que el viejo me mira, sus mirada solo indica cansancio. En la cama, mamá me toma la mano, me acaricia y luego me abraza. Solo ella puede tocarme, a los demás no les dejo.

Me levanto, ella aún duerme. En el cuello también tiene un lunar. Sobre la mesa hay un montón de billetes. Cerca de las fotografías, el sombrero, en blanco y negro.



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