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  • Foto del escritorLeonel Huerta

«Aquí yace»: Antonio

Pasé de los sesenta. Amé con locura a mi compañera; fuimos dos los que criamos a tres.

Usé y abusé de la oferta y la demanda. Nunca encontré el punto de equilibrio.

Trabajé para comer. Escribí para vivir. Leí para entender.

Tuve fe en el cambio; moví cosas y quedaron donde mismo. Revolución cansada entre traiciones de mercado fue la última visión.

Deseé la amistad, la que no se busca ni se sueña ni se desea ni se ejerce.

Desaparecer no es lo mismo que la invisibilidad. Nada vale la pena de ser conservado; el apego es una maldición.

Marcho.

Caven la tumba cerca de la ausencia.



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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Copromancia, de Rubem Fonseca. Desde niños hemos sido condicionados para apartar, no tocar, ver o mostrar nuestros excrementos. En este cuento, el narrador se pregunta: ¿por qué Dios nos destinó a defecar?, convirtiendo el acto en una metafísica, digna de filosofías. Así como Arúspice usó las entrañas, aquí las heces, con una semiótica adecuada, entregan información sobre el futuro. Fonseca menciona a Freud, a Kant y a Piero Manzoni, artista que en 1961 enlató 90 unidades con su excremento. Mierda de artista conservada en forma natural, es el nombre de la obra, de la cual vendió, hace algunos años, una lata en 275.000 euros. En una sociedad de consumo todo puede pasar. No es extraño que algunos lectores no puedan terminar el cuento, repelidos por una literatura que habla de impurezas, ni lidiar con un tema tan natural como respirar. Fonseca habla de elementos que constituyen el cuerpo humano y que han sido censurados por aquella literatura que privilegia el lado noble del ser, lo que el autor definió como “la pornografía de la vida”. Recién hemos comenzado a ver nuestros propios deshechos y ya no es necesaria una hermenéutica para ver el mañana en nuestros excrementos. Lo que antes fue despreciado, hoy representa la fuerza del destino, la hez con forma de ocho ya ha sido parida.


Leonel Huerta Sierra



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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Las tortugas que tengo en casa duermen en su propia mierda. Dice el dicho: “no comas donde cagas”, bueno, este par de anfibios no lo respetan. Son tortugas de agua, es todo lo que sé de ellas. Llegaron en una bolsa plástica, regalo de algún tío en un cumpleaños, para alguno de mis hijos. Mantenlas en agua tibia, me advirtieron, nunca pasó aquello; a temperatura ambiente se criaron. No dejes que les llegue mucho sol, tampoco sucedió, ayer y hoy al lado de la ventana está su pecera, porque viven en una pecera, no en una “tortuguera”, o como se llame. Han aprendido a vivir en un lugar que no les corresponde, pero siguen ahí firmes ante la vida. Pensé que, como los pollitos, patitos o conejitos, pronto pasarían a mejor vida, pero no, ¡aún están aquí! Veinte años y al parecer moriré y ellas pasaran al cuidado de la familia. Duermen durante seis meses o mientras hace frío, en ese lapso no comen y no sé si cagan. No son animales molestosos, pero sí hediondos, bueno, no tienen otra forma de decirme, ¡hey!, cámbiame el agua, está llena de caca. Acaso no reclamamos cuando tenemos la mierda hasta el cuello. Todo se podría evitar con una pecera con filtro; en veinte años no la he comprado, yo creo que un lujo así en estos momentos podría incluso significar la muerte de los anfibios. Cuando están despiertas, y sienten que llego, piden comida golpeando con su patas el vidrio que rodea su jaula de vidrio, entonces, ante el mandato de alimentación, abro una bolsa de pellets para que dejen de molestar. No tengo idea cuál es el sexo, macho y hembra, dos machos, ambas hembras, no lo sé. A lo mejor han tenido huevos, pero sí así fue se han confundido con los otros deshechos. En fin, prole y mierda se han ido al mismo desaguadero. Al parecer, estos animales han logrado cumplir la ley del mínimo esfuerzo. La pregunta es: ¿viven o solo comen y cagan?



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