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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Actualizado: 24 ago 2021


A Sócrates lo envenenaron. Fue un domingo. El animal estaba tirado, entre la casa de la señora Rosa y la del flaco Jiménez, donde mismo se acomodó siendo un cachorro. Nunca fue juguetón, nunca se quedó en ningún patio, siempre en su espacio. Antes de llegar a mi casa, lo visitaba en su rincón, hablábamos un rato, me miraba como si yo fuera un gran misterio. Todos pasaban tiempo con el perro. Max y Cristóbal, que vivían al frente, le llamaban “el antiperro”. Sócrates llegó cuando diez casas formaban el pasaje y murió cuando nos convertimos en condominio, una reja en la entrada hizo la diferencia. ¿Quién mato al can? ¡Tengo mis sospechas¡ Desde que falleció, todos nos miramos distinto como en una mala novela de misterio, nadie cree en nadie, la confianza se ha perdido. Sócrates fue el último vestigio del viejo barrio. Hoy no se permiten perros vagabundos, son las nuevas reglas del condominio; de estas diez viejas casas.



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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Actualizado: 31 ago 2021

Viene los jueves. Ya van cinco años y nunca ha faltado. Aparece al mediodía y se marcha al atardecer. Sé lo que hace, a lo que se dedica y, a pesar de todo, lo espero. Voy al supermercado, veo un filete hermoso, sin cordón, y lo compro. En casa, y después de afilar mucho el cuchillo, lo trozo de una sola vez. Tomo el filetmignon y le quito la punta para que se vea simétrico. Queda convertido en un cilindro rojo y jugoso; una carne blanda que al tomar la cocción precisa tendrá la dureza para que al cortar no se desarme y una vez puesta en la boca sea apretada por los dientes sin que se convierta en agua al primer mordisco, como tampoco en un eterno masticar. Ese es el momento que intento encontrar cuando cocino; el instante en que la comida pasa por los labios, entra en la boca y que al primer encuentro con tu lengua produzca un efecto de placer que llegue a lo sublime. He descubierto que la cocción a baja temperatura, aunque lleve más tiempo, deja el corte parejo por todos lados; no hay pedazos quemados ni crudos; el sabor es pura simetría. La temperatura no debe pasar de los sesenta grados: es la tibieza la que produce el incendio sin carbonizar. Una carne asada a alto calor pierde jugo; la sangre se convierte en aroma esparcido en el aire. Es en la cocción lenta donde la intensidad del sabor es más vívido, más real, pero para aquello debes esperar, tener paciencia. Logro de esta manera que el centro del filete tome un color rosado intenso; cuestión que solo aumenta las ganas de poner un trozo bajo el paladar.

Llega como siempre un poco antes de la una. Afuera quedan dos hombres cuidando: Sebastián y Cristóbal. Me besa, abraza y acaricia. Siempre trae flores. Se quita la chaqueta. Camina al refrigerador; saca y abre una cerveza que bebe de un trago. Toma otra botella y se sienta en el comedor. Yo llevo una copa de vino tinto. Conversamos un rato. Nunca pregunto por su trabajo. A veces me dice cosas. Hoy, por ejemplo, me ha dicho que los del norte están cada vez más cerca de nuestro sector. Eso ya lo escuché por la radio — guerra de narcos—, pero en boca de él me preocupa más. Aun así, se muestra tranquilo, y asegura que todo está controlado; no hay por qué preocuparse, que aquellos imbéciles jamás tendrán lo que nos pertenece. Después del almuerzo, nos sentamos un rato en el sofá, fumamos un cigarrillo; él toma un clavo oxidado mientras miro sus grandes manos, que parecen groseras y rudas, pero que al momento de tocarme se convierten en sedas. Me levanto, como siempre, y entro al dormitorio, pero es en el baño donde me quito la ropa; el reflejo de mi cuerpo en el espejo me deja satisfecha. Y vuelvo a pensar en su piel que aún no me palpa, pero que me humedece sin sentirla. Solo una sábana cubre esta desnudez, y me quedo esperando: escucho como él teclea en el celular. Los ojos se cierran y dormito, sin darme cuenta dormito. Un pequeño beso en mi boca me despierta. Entonces abro mis labios, y el sabor a alcohol y azafrán cruzan la lengua que solo quiere tragar esa esencia; toco sus dientes; muerde suave, muerde fuerte, muerde, muerde y se vuelve a alejar con otro beso inocente.

Está sentado a mi lado, solo con aquellos boxers que tanto demora en sacar; no es una queja, pero ya quiero tenerlo en mi poder y ver su cara cuando lo manoseo, aprieto y suelto. Él me hace esperar. Pasa sus dedos por mi cara y habla de lo hermosa que soy; nunca dejamos de mirarnos, y repite que soy lo más bello que ha visto en la vida. Su boca vuelve a caer en la mía, al mismo tiempo que comienza a apretar suavemente la cintura; se mueve hasta el estómago y luego recorre la curva bajo los senos; siento cómo los pezones comienzan a irrigarse de excitación y crecen esperando la succión de su paladar; los pequeños bultos de la areola también aumentan y mi carne entera se llena de deseo. Sus dedos, siempre por sobre la sábana, juegan con la parte inferior del monte de venus y la tela se humedece. No me ha dejado de mirar ni un solo momento, y nuevamente su lengua ataca a la mía, pero ahora comienza a moverse con un ritmo endemoniado. Mientras sus yemas siguen jugando allá abajo; y no puedo dejar de contonear las caderas. Intento sacar un brazo, pero él me impide el movimiento; aún no, dice. Pone su palma en mi cuello, lo acaricia y luego baja el lienzo blanco que cubre mis pechos; su vista queda clavada en la firmeza de los pezones. La lengua juega con ellos, con fuerza, con delicadeza: conoce mis tiempos a la perfección. Me acaricia el pelo y aprovecho de tomar su mano, pongo el índice dentro de la boca. Él sabe lo que vendrá; quiero cada una de sus falanges en este cuerpo, adentro y afuera. Todas nuestras partes se involucran solo en el placer. Abajo, mi palma ahora guía su dorsal, presiono para que apriete, muevo rápido para que acelere; debo parar, debo parar, pero no quiero. Él sabe qué pasa, se detiene y la sábana vuela, se levanta, me mira y me dice cuanto lo excito y al mismo tiempo queda desnudo. No lo puedo evitar, bajo la vista y miro todo su deseo acumulado. Tomo su erección y la pongo en mi boca, mientras la lengua da vueltas alrededor de su sangre. Él también debe parar. Ahora, ahora, le pido. Aún no, repite. Y la exquisita espera sigue durante un rato. Su boca besa cada centímetro de esta convulsión. A él le gusta el dominio. Yo amo la desesperación del placer; del tener y no tener. Tampoco quiero que esto termine, pero al mismo tiempo necesito de él con premura. Cierro los ojos, abro las piernas y espero con locura la sensación de la carne en la carne.

Revienta, su cabeza revienta sobre mí, la sangre me ciega. El cuerpo se derrumba, no puedo gritar, no entiendo, no entiendo nada. Por instinto empujo y me libero, caigo al suelo, me levanto y lo veo. Esta muerto. Grito. Cristóbal parado en el dintel de la puerta. Lo siento, señora, dice. Apunta y dispara.




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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Actualizado: 10 nov 2021

En El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, las primeras líneas dicen: «Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada». Se lee al burgués narrador congratulándose de no ser obrero y no vivir como un niño, que luego se convertirá en hombre, macho, solo capaz de dejar más explotados. Lamborghini golpea con fuerza, escribe sin metáforas, usando un realismo que sobrecoge; ser proletario es una maldición. Stroppani, o Estropeado; el niño víctima; es representado bajo la figura del Infans: pues no dice una letra en toda la historia; sin embargo, lo debemos aceptar como niño, ya que es capaz de comprender su situación de pobreza que va más allá del no tener y llega hasta la nula respuesta ante la agresión. El narrador, uno de los violadores, relata sin tapujos cada uno de los abusos sexuales a los que es sometido Estropeado, aquí no hay espacio para tropos; todo es crudo, pero la siguiente cita: «Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe…», muestra parte de la chocante y bella estética de Lamborghini.



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