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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Sus manos frente a las teclas, ojos fijos en el pentagrama, su cuerpo esperando la música. Los dedos se deslizan por octavas, se abren más allá de las ocho teclas, las notas saltan desde el pulgar al meñique; ambos en una sola elongación, un solo tentáculo. Prefiere los sostenidos, dar medio tono más al placer. Los silencios enloquecen sus sentidos, mientras sus manos presurosas solo quieren tocar. La velocidad crece con los minutos, las corcheas aceleran el ritmo, sus extremidades recorren ochenta y ocho teclas, blancas y negras; todas deben ser pulsadas. Sus piernas entran y salen, suben y bajan, dando y quitando sonoridad al instrumento. Cierra los ojos, el cuerpo lleno de movimiento ondulatorio, pequeñas convulsiones se alojan en su pecho. Las falanges en perfecta sincronización: cada una independiente de la otra; cada una necesitando de la otra. Las notas se convierten en semifusas y el movimiento presuroso la hace caer sobre la alfombra. Sus yemas como ventosas se pegan a su ropa, levantan su falda, tocan la ingle sin descanso. Recorren punto a punto su piel convertida en partitura. Las piernas se abren y cierran. Dedos nadando en música; dedos buscando la última nota.



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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Lo siento, pero me acabó de infectar, en realidad, fue el lunes recién pasado; no del coronavirus: ese pequeño bicho que tiene al mundo patas p’arriba. Me enfermé de orsonismo y comencé a sentir el virus en todas partes. Así como en 1938, casi dos millones se perturbaron con la noticia alienígena, hoy me tocó a mí y quién sabe a cuántos más. Subí al metro, no toqué un solo fierro; abierto de piernas logré equilibrarme, imagina a Ronaldo a punto de lanzar un tiro libre; no me senté y evité estar cerca de la gente, por lo menos no sentí el miedo —o el deseo— de ser toqueteado. Bajé en estación Manquehue donde perdí todo temor al ver un carrito con libros a luka y me inyecté directo a la vena un tomo de Luis Enrique Délano. De vuelta, y ante la necesidad de ahorro (había gastado los mil pesos), tomé un bus, pues no sabemos dónde terminará todo esto, el comentario anterior es parte del orsonismo: enfermedad que te hace pensar que todo lo que te dicen es verdad. El bus, como comprenderán y a pesar de la poca gente en la calle, iba lleno. Intenté mantener los cien centímetros recomendados, pero fue imposible mantener la equidistancia requerida; aplicar la técnica Ronaldo también fue infructuosa y acabé tocando casi todos los fierros para evitar una potencial caída. Me bajé, después de mucho zigzagueo para no rozar ningún posible cuerpo infectado, cerca del palacio de gobierno, lugar donde habita la peor epidemia; virus encargados de enfermarte de orsonismo (no confundir con onanismo que viene de Onán: aquel que no quería dejar plaga en útero alguno; aunque onanistas, seguro, el palacio debe estar lleno). Puedo acatar el distanciamiento social, porque nunca he sido de acercamiento social. En casa, tranquilo y lejos de toda enfermedad —¿creo?—, tomé un vinilo de Ozzy y escuché su siempre suculenta Paranoid.


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  • Foto del escritorLeonel Huerta

El ángel azul, la película, de Josef Von Steinberg. La primera vez que la vi en pantalla, hace ya varios lustros, me enamoré de Lola-Lola, interpretada por Marlene Dietrich, personaje basado en Rosa Fröhlich, quien aparece en el libro de Heinrich Mann: El profesor Unrat. El filme, sin duda, me marcó mucho más que el libro, y a los editores también, que cambiaron el nombre de la novela por el de la cinta. Ahora, con varios años sobre el cuerpo, sigo enamorado de aquel ícono vamp; a sabiendas que puede succionar todo de mí y que entregar la sangre de mis venas no sería el problema, sino que terminar vacío se convertiría en la calamidad. La femme fatale, esa mujer de mirada poderosa, llena de encantos capaces de derrumbar a cualquiera, aparece repetida en la literatura y el cine, pero pocas han logrado el efecto cautivante de Lola-Lola; quizás Jessica Rabbit se aproxime algo. Mientras Adán pide que expulsen a Lilith, la primera dominatrix del Paraíso, el profesor Basura —apelativo que le ponen al que será el marido de Lola-Lola—, solo quiere estar cerca de su vamp. El mundo cambia. Por último, agradecer a los que restauraron la película. Marlene, reina, ama y señora, está más hermosa que nunca.



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